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Pero más fragante... como las mujeres dijo el conde con galantería. La dama se volvió para dirigirle una sonrisa de gracias, y siguió loando la belleza de los rododendros, de las azaleas, de las camelias gigantescas que encontraban al paso.

Desde la noche de invierno cuando la encontré caída a la orilla del camino real en Helpstone, hasta este mismo momento, se habían ido sucediendo y amontonando misterios sobre misterios, secretos sobre secretos, hasta que, con la muerte de Blair y el paquete de pequeñas cartas que tan curiosamente me había legado, el problema había asumido gigantescas proporciones.

Todo fué en vano: las tinieblas de la noche vencían ya el crepúsculo de la tarde, y la luna, suspendida en los cielos como lámpara de oro, lanzaba delante de sus rayos las sombras gigantescas de los cubos y lienzos de la muralla.

Puentes de una sola pieza ocultan el torrente; vénse abismarse y desaparecer las aguas bajo el enorme arco y hasta su ruido deja de oirse. Entre los monstruosos edificios aparecen formas gigantescas, como las de los animales fósiles, cuyas osamentas dislocadas se hallan algunas veces en las capas terrestres.

Únicamente el calor espeso, pegajoso, húmedo, con su perfume picante de hulla, denunciaba la presencia del gran misterio de los tiempos modernos: la engendración del movimiento en el seno del metal. Isidro se maravillaba de la sencillez con que estas máquinas gigantescas cumplían su función.

Pero era muy hermoso cuando, desde arriba y muy por encima de las inmundicias y del tumulto, se sumergía la mirada en ese mundo de hormigas, que parecía tan ínfimo, que se podía, como el mismo Dios, abarcarlo de una ojeada, pero que crecía cada vez más hasta tomar proporciones gigantescas e inquietantes, a medida que se trataba de penetrarlo.

Y lo peor fué que estas construcciones gigantescas y los gastos enormes que exigían, todo resultó inútil. El continuo invento de medios destructivos dió vida á nuevas embarcaciones no más grandes que algunos peces de nuestros mares, pero que, á semejanza de éstos, podían deslizarse por la profundidad submarina, atacando de lejos á los monstruos flotantes hechos de acero.

Examino toda la casa. En el piso bajo, salón, billar, gabinete-biblioteca, galería de costura sobre el jardín, rodeada de cristales, el comedor con paso a la estufa por la escalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! Todo es cristal, flores, plantas de hojas gigantescas, de colores fuertes, raros.

Unas llevaban sobre la cabeza la cesta llena de carbón; otras descargaban los fardos del bacalao, apilando en gigantescas masas el alimento del pobre que había de ser consumido en el interior de la península.

Enormes cometas en forma de dragones y gigantescas mariposas; otras tan ingeniosamente dispuestas, que a intervalos lanzaban, al entrar de cara al viento, el grito del halcón; algunas tan grandes que era imposible que ningún muchacho pudiera dominarlas, tan grandes que hacían comprender el por qué en China echar los cometas es una diversión para los mayores; mitología de porcelana y bronce tan desastrosamente fea que, por la misma imposibilidad de serlo, no despertaban ni simpatía humana ni sentimiento alguno de piedad; jarros de dulce cubiertos completamente por pensamientos morales de Buda y de Confucio; sombreros que se parecían a cestos, y cestos que se parecían a sombreros; sedas tan tenues y delicadas que no me atrevo a decir el increíble número de yardas cuadradas que podrían atravesar a la vez un anillo infantil.