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Actualizado: 27 de julio de 2025
Creí que toda beldad perecedera, que toda bondad de las criaturas, que toda gracia, que toda luz, no sería a mis ojos sino reflejo débil y frío de la beldad, de la bondad, de la gracia y de la luz eternas, cuyos fulgores imaginaba entrever, en cuyas llamas me complacía en sentir ardiendo mi corazón. ¡Cómo me adulaba el espíritu tentador a fin de hacerme caer! ¡Cuán astutamente me engañaba! ¡Cuán ciega confianza fue la mía al principio!
Ya que nuestro mundo lleno está de abrojos, vilezas y engaños que causan horror, un cristal de rosa pondré ante mis ojos porque todo sea de hermoso color. Por eso yo adoro del sol los fulgores, y busco en los ritmos el grato solaz, y alfombro mi senda con versos y flores para hacer más dulce la vida fugaz.
Y llevan sus influjos salvadores a los centros del lujo y monopolio a las chozas de humildes labradores, de los romanos Césares al solio; y hacen brillar sus célicos fulgores sobre el negro frontón del Capitolio, enclavando la Cruz con heroísmo en medio el corazón del paganismo.
Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina: Ecco ridente il ciel... La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por la manta de colores.
Los abuelos achicharrados en la hoguera y los nietos marcados y malditos por los siglos de los siglos... El capitán perdía su tono irónico al recordar la historia horripilante de los chuetas de Mallorca. Se coloreaban sus mejillas y brillaban sus ojos con fulgores de odio.
Y aquella vida galante de la corte le producía cierto deslumbramiento como los fulgores de un sueño feliz. Cuando había estado en Madrid, su cualidad de provinciana rica, no le había consentido gozar más que de los teatros, de los paseos en coche por la Castellana, de las tiendas y las calles. De la corte, de sus saraos y regocijos, había permanecido tan distante como en Sarrió.
Le distrajo como un libro de aventuras la conversación con aquellos hombres enjutos, huesosos, de una palidez enfermiza, cuya mirada parecía tener fulgores de fiebre. Eran ingenieros y altos empleados de ferrocarriles en construcción. Estas líneas audaces iban partiendo el silencio centenario de inmensas selvas que permanecían inexploradas desde el primer empuje del descubrimiento.
Salvador la encontró al salir de la iglesia; iba Carmen con doña Rebeca y el marino. La señora llevaba un semblante dolorido y amargo como si estuviera bajo el peso de alguna gran desgracia. Fernando parecía un poco triste; su habitual sonrisa era algo forzada. Sólo Carmen iba poseída de íntimo gozo lleno de fulgores.
¡El gabinet del güelo, pare! imploraba el muchacho . ¡El gabinet del güelo! Por obtener el cuchillo del abuelo sería cura, y hasta si era preciso viviría solitario, de la limosna de las gentes, como los ermitaños que estaban a orillas del mar en el santuario de los Cubells. Al recordar el arma venerable, brillaban sus ojos con fulgores de admiración y se la describía a Febrer. ¡Una joya!
Allí Rizal "Me piden versos " dijo En su patriótico amor siempre prolijo... Y aquella niña, sin igual hermosa, Divisó en lontananza alguna cosa Que faltaba en aquel rico concierto, En donde gracias, músicas y flores Esparcían fulgores, Pues Rizal se sentía en un desierto Recordando a su Patria encadenada.
Palabra del Dia
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