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D.ª Fredes era aficionadísima a la literatura, a la música y en general a todas las artes; se creía muy competente, y sus tertulios asiduos la creían también. Reuníanse en aquella casa los domingos varios poetas y poetisas, alguna de las cuales tocaba asimismo el piano.

Luego en voz baja se autorizaron mil comentarios lisonjeros que llegaban a los oídos de D.ª Fredes y la arrullaban dulcemente. Un muchacho músico, discípulo del profesor de flauta, se atrevió a manifestar que sería lástima que tal preciosidad saliese nunca de los dominios españoles.

Mario, reprimiendo a duras penas la risa, le saludó afectuosamente, y lo mismo su esposa. ¿Conque se conocen ustedes? preguntó la augusta señora. ¡Muchísimo! respondió el escultor . Somos íntimos amigos hace bastante tiempo. Doña Fredes dirigió una mirada de sorpresa a su hijo. ¿Y por qué no me has dicho que tenías por amigo a un artista de tanto mérito?

D.ª Fredes le miró con indulgencia y respondió que aunque se viese en la miseria jamás enajenaría al extranjero esta gloriosa colección. Con lo cual respiró libremente la tertulia. Se la felicitó calurosamente por su desinterés y patriotismo. Mario se había hallado en bastantes tertulias de todas clases, pero jamás viera una que se pareciese remotamente a la presente.

La reina envió por él para verlo y quiso que se le hiciese otro igual. No fue posible. Ninguna bordadora de Madrid osó comprometerse a ello. Las palabras de D.ª Fredes produjeron, como siempre, un efecto inmenso en la tertulia. Mario y Carlota estaban asombrados de todo aquello.

Mario y Carlota se hallaban tan admirados, que apenas podían creer lo que oían. Todavía estaba D.ª Fredes loando la obediencia de Adolfo cuando vinieron a avisar que eran las cinco y los actores se hallaban preparados.

Doña Fredes le miró un buen espacio con fijeza y severidad. Al cabo dijo: Todavía no te he presentado a unos señores que han venido hoy por primera vez a esta casa, los señores de Costa... Mi hijo menor Adolfo añadió presentándolo a Mario y Carlota. ¡Ah! ¿Eres , Mario?... ¿Y usted, Carlota? exclamó el joven antropólogo fingiendo sorpresa y con un semblante tan colorado que daba miedo.

Su asombro iba creciendo cada vez que la señora de la casa tomaba la palabra. Todo lo que oía y veía era tan estrambótico que le parecía no estar en la realidad, sino asistiendo ya a la comedia. El gabinete iba quedando en tinieblas. Doña Fredes dio orden de que se encendiesen las luces y que se iluminase también el salón donde se había colocado el escenario.

Con lo cual dicho se está que D.ª Fredes era para Martínez el más profundo de los críticos actuales. Era igualmente tertulio un profesor de flauta que había compuesto y publicado varias tandas de valses, una de las cuales había tenido el honor de dedicar a aquella señora. No quedaba sin representación, pues, más que la escultura. Por eso Mario fue acogido con extraordinaria benevolencia.

Si usted no tuviese inconveniente en ello manifestó D.ª Fredes dirigiéndose al poeta, le rogaría me dejase el manuscrito de esa poesía para guardarlo en mi colección de autógrafos y firmas ilustres. El poeta, confundido por tamaña honra, avanzó tropezando hasta el trono de D.ª Fredesvinda y depositó en sus manos el pliego de papel de barba.