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De entonces en adelante, cuando calculaban que podían preguntarles la lección, iban a clase; pero los más de los días, luego de pasada lista, se escurrían, o pinchándose las encías y manchándose el pañuelo, fingían echar sangre por las narices para que les dejaran salir, renegando de la declinación y el hipérbaton latino como de las mayores infamias que inventaron hombres.

Las persianas cerradas se abrían tras cortos intervalos, indicando el despertar de los señores, y los criados fingían acelerar la faena de borrar el desorden causado por la fiesta. Sólo en la habitación de Josefina reinaban todavía la quietud y el silencio.

¿Pues no le estaba poniendo varas al Provisor?». Esto que no lo notaban, o fingían no verlo, los demás convidados, lo estaba observando él por lo que le importaba. Pero no se daba por vencido, insistía en galantear a la viuda, fingiendo no ver lo del Magistral. Ordinariamente Obdulia y Joaquinito se entendían. «¡Señor! ¡si había llegado a darle cita en una carbonera!

Los grandes ingenios españoles ignoraban o fingían ignorar lo que la revolución decía más allá las fronteras. Quevedo, que era el más audaz, sólo osaba decir: Con la Inquisición.... ¡Chitan! triste epitafio del pensamiento español, que prefería perecer, ya que la verdad no podía decirse.

Aquellos pajarracos no se comían, pero Frígilis les tenía declarada la guerra porque se burlaban de los cazadores con una especie de ironía, de sarcasmo que parecía racional. Esperaban, fingían estar descuidados, disimulaban su vigilancia, y al ir Frígilis a disparar, escondido tras un seto... volaban los condenados gritando como brujas sorprendidas en aquelarre.

En algunas oficinas, en vez de pasar el tiempo leyendo periódicos y charlando, se devoraba el argumento, se leían novelitas francesas y muchos se iban al escusado y fingían una disentería para consultar á ocultis el diccionario de bolsillo.

Febrer se dio cuenta de que los dos soldados fingían no reparar en la presencia del Ferrer. Parecían no reconocerlo; le volvían la espalda. Pasaron varias veces junto a él, registrando minuciosamente a los que estaban a su lado y haciendo visible alarde de no fijarse en el verro.

Y como el baile era de etiqueta, la más florida juventud se quedaba a la puerta. Unos fingían desdeñar el ridículo placer de dar vueltas por allí como una peonza... para nada. Otros hacían alardes de desidia, de escepticismo, de cualquier cosa que fuera incompatible con el frac, según ellos.

Mesía estaba como un armiño metido a marmitón. Obdulia había tropezado quinientas veces con el Marquesito; se rozaban sus brazos, sus rodillas, las manos sobre todo, durante minutos, y fingían no pensar en ello.

La ciudad estaba como envuelta en una gasa de oro, y hacia el Oriente se perfilaban las cimas de los montes, el pico de los Otates, y los crestones de Mata Espesa, sobre un fondo verdoso de suaves opalinas. Del lado del Poniente fingían las nubes ardiente cordillera, un abismo de llamas, entre las cuales se ocultaba el sol.