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Actualizado: 23 de mayo de 2025


Con ellos había desfilado por una estrecha habitación, ante un féretro próximo á volcarse bajo los empujones de la muchedumbre triste y curiosa. El muerto se llamaba Fedor Dostoiewsky. La princesa había deshojado un ramo carísimo de rosas sobre la frente abombada y las barbas ascéticas del novelista.

Miguel Fedor, al firmar la escritura de venta, creyó que abdicaba de todo su pasado. El prestigio novelesco de su existencia iba á desvanecerse; el palacio de las Mil y una noches se convertía en un hospital... ¡Qué mundo! Los millones ingleses le proporcionaron un año de tranquilidad.

El joven cosaco estaba emparentado con personajes influyentes y su muerte contribuía al descrédito total de la hermana. Aún no había convalecido Miguel Fedor completamente de sus heridas, cuando recibió la orden de salir de Rusia. El zar lo desterraba por tiempo indefinido. Podía vivir en París al lado de su madre.

Cuando el príncipe Miguel Fedor se remontaba hasta los recuerdos de la infancia, veía á su padre teniéndolo sobre las rodillas y acariciándole con sus duras manos. El pequeño se fijaba en su rostro de moro y sus luengos bigotes que venían á unirse con unos patillas cortas.

Está bien, ya que respeta la fortuna del príncipe dijo el coronel como único comentario. Al llegar á París, Miguel Fedor se convenció de que la princesa estaba loca, cosa que sospechaba hacía tiempo al leer sus largas cartas. Sir Edwin había muerto en Inglaterra, tres años antes, casi repentinamente, á continuación de una derrota electoral.

Las antiguas amigas de la princesa Lubimoff dieron al hijo una noticia inesperada. Su madre pretendía casarse con un señor inglés y había escrito al zar solicitando su autorización. Esta noticia sólo impresionó á Miguel Fedor. Los tiempos de la extravagante Nadina estaban muy lejos. Sus actos no producían eco alguno. Otras princesas jóvenes la habían borrado con aventuras todavía más ruidosas.

Durante las ceremonias fúnebres, Miguel Fedor volvió á encontrarse con muchos antiguos visitantes del palacio Lubimoff que él creía muertos. Doña Mercedes le abrazó llorando. Estaba extraordinariamente obesa, con la indiánica tez aclarada por una blancura jugosa y monacal. Parecía la superiora de un noble convento de canonesas.

Este aspecto inesperado del mundo le comunica una nueva voluntad de vivir. Sabe desde hace algunos meses desde que abandonó Villa-Sirena que el príncipe Miguel Fedor Lubimoff resulta un personaje pasado de moda. Tal vez, cuando transcurran los años, otros serán como fué él. En el mundo todo vuelve, y las épocas de paz y abundancia producen fatalmente hombres de su especie.

Palabra del Dia

bagani

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