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Actualizado: 8 de junio de 2025


Sonó el redoblante de las tropas del capitán Chivo a la entrada de la calle de la Campana, al mismo tiempo que asomaban por distinto lado los encapuchados negros de otra cofradía, deseosos igualmente de ganar la prioridad en el paso.

Más de una vez la muchedumbre, olvidando la santidad de la noche, prorrumpía en elogios a la gracia de la chiquilla y en bendiciones a la madre que la había parido, sin respetar el aparato inquisitorial del sagrado Entierro con sus negros encapuchados y sus fúnebres blandones. En la viña no despertaba menores entusiasmos María de la Luz.

Detrás salieron unos encapuchados, antiguos payeses que se habían cubierto con el capote de ceremonia, un jaique pardo de lana burda con amplias mangas y apretado capuchón. Las mangas las llevaban sueltas, pero el capuchón iba bien abrochado bajo la barba, mostrando por la abertura sus rostros tostados de piratas. Eran los parientes de un payés que había muerto una semana antes.

Un automóvil le llevó con sus acompañantes á la prisión de San Lázaro, á través de París silencioso y lóbrego. Sólo unos cuantos reverberos encapuchados cortaban con su luz macilenta la obscuridad de las calles. En la prisión se reunió con otros funcionarios de policía y muchos jefes y oficiales que representaban á la justicia militar.

Una vez sola había estado en la capital montañesa, disfrazando con el deseo de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi padre, la tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser «elegante». Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica casi por encima de las fuentes del Ebro, recordé que «por allí», no sabía si a la derecha o a la izquierda, debía de andar mi casa solariega, en algún repliegue de aquellos montes encapuchados de neblinas y ceñidos de negros robledales.

Delante van y vienen los sacerdotes, con sus manteos de tisú precioso, o de seda verde y azul, y el bonete de tejido de oro, uno con la flor del loto, que es la flor de su dios, por lo hermosa y lo pura, y otro cargándole el manteo al de la flor, y otros cantando: detrás van los encapuchados, que son sacerdotes menores, con músicas y banderines, coreando la oración: en el altar, con sus mitras brillantes, ven la fiesta los dioses sentados.

Febrer comió en Can Mallorquí, para evitar a los hijos de Pep la subida a la torre. La comida empezó con cierta tristeza, como si aún vibrasen en sus oídos los lamentos de los encapuchados en el atrio de la iglesia. Poco a poco, en torno de la mesita baja y su gran cazuela de arroz fue difundiéndose cierta alegría.

Palabra del Dia

rigoleto

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