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Actualizado: 5 de junio de 2025


Aunque la Princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la ermita, no hubiera sido posible. El camino era más propio de cabras que de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea dicho, eran los cuadrúpedos en que se solía cabalgar en aquel reino. Por esto y por devoción fue la Princesa a pió y sin otra comitiva que sus dos confidentas.

Las vituallas y refrescos que traíamos para suplir las faltas del camino, venían sobre los lomos de veinte poderosos elefantes. Por no pecar de prolijo, no refiero aquí menudamente los sucesos de mi viaje. Baste saber que el décimo día descubrimos a lo lejos los muros ingentes de Babilonia, obra de Nabucodonosor y de Nitócris.

El sultán hubiera podido también lanzar contra la ciudad la caballería selecta de los guardias de su persona, que eran cerca de doscientos, y ocho terribles elefantes para la pelea y dirigidos por hábiles cornacas negros. Esto fue lo primero que logró evitarse merced a un dichoso golpe de mano.

Capitaneaba la segunda parte de la procesión el caballerizo mayor del rey, Nicolás de Faría, quien montaba un magnífico caballo con arreos cubiertos de oro y tachonados de perlas. Inmediatamente marchaban dos elefantes, en cuyas torres iban los presentes que el rey don Manuel enviaba al Papa.

Y la caza fue larga; los negros les tiraban lanzas y azagayas y flechas: los europeos escondidos en los yerbales, les disparaban de cerca los fusiles: las hembras huían, despedazando los cañaverales como si fueran yerbas de hilo: los elefantes huían de espaldas, defendiéndose con los colmillos cuando les venía encima un cazador.

Te digo, Isidro, que se la ganan bien, y cuando vienen a coger los trapos de esas señoras tienen callos en las rodillas, como los elefantes.

Los elefantes, cuando estuvieron a la vista del Papa, metieron las trompas en unas calderetas de oro, que para el caso iban preparadas y llenas de exquisita agua de olor, y lanzaron luego el líquido que en las trompas habían absorbido, perfumando a la muchedumbre.

En un solo día llegaban á matarse ¡quince ó veinte ballenas y mil quinientos elefantes marinos! Es decir, que se mataba por el placer de matar; pues ¿de qué aprovecharían todos esos despojos de coloso, uno solo de los cuales da tanta cantidad de aceite y de sangre? ¿Qué se intentaba con diluvio tan sangriento? ¿Enrojecer la tierra? ¿Ensuciar el mar?

Con escasa pérdida de la gente que Tiburcio capitaneaba, muchos de los guardias fueron muertos. Otros se rindieron, depusieron las armas y se dejaron encerrar. Los caballos y los elefantes cayeron también en poder de la gente de Morsamor y quedaron custodiados en los establos, cobertizos y anchos corrales en que estaban. Todo esto, no obstante, no le consiguió sin prolongada lucha.

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!... ¡Borracho!... ¡Lucifer!...» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones.

Palabra del Dia

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