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Actualizado: 20 de mayo de 2025


A Dolorcitas la trataba secamente, no por ser su hijastra y no su hija, sino porque consideraba que ése era su papel de hombre de negocios. Aquel solemne y majestuoso idiota creía que, para ser marido y padre a la inglesa, tenía que mostrarse frío con su mujer y su hija. Esa tendencia anglómana que se ha desarrollado en algunos pueblos andaluces, no me resulta.

Mentiría si dijera que no me acordaba de Dolorcitas; pero me acordaba de una manera vaga, remota. En el barco supe que se había casado; pero por más esfuerzos que hice para desesperarme no lo pude conseguir. Entramos en la bahía de Cádiz una mañana de invierno, con un sol espléndido.

Cuando se reunía Dolorcitas con alguna amiga, entonces yo ya no jugaba: ellas jugaban conmigo. Recuerdo mis conversaciones con Dolores y con una amiga suya, María Jesús; debían ser algo como el juego de un oso con dos mónitas. Las amigas se contaban sus cosas al mismo tiempo, con una velocidad vertiginosa; yo, en cambio, marchaba como una gabarra cargada hasta el tope.

Los ingleses, que en general son tiesos y formales, tienen la ventaja de su tiesura y de su formalidad; pero estos anglómanos del Mediodía, con su mezcla de tiesura y de mandanga, me parecen bastante cómicos. Dolorcitas, como era natural, no tenía mucho cariño por su padrastro.

Estuve una semana en la corte, y el primer día, al llegar al Prado, vi en un coche a Dolorcitas con su marido.

Recuerdo cómo fuí varias veces al palco de Dolorcitas en el teatro. Dolores parecía una princesa; yo llevaba mi frac azul entallado, de botones dorados, pantalón collant de color gris, polainas y corbata negra, de varias vueltas. La gente me señalaba disimuladamente con el dedo.

Yo entonces aun no había visto nada, no podía comprender la diferencia que existe entre la ostentación lujosa y el buen gusto, y quedé maravillado. Después de recorrer la casa subimos la azotea y estuvimos contemplando la bahía de Cádiz, inundada de sol, llena de fragatas, de bergantines y de goletas. Dolorcitas trajo un anteojo y miramos el Puerto de Santa María, Rota y Puerto Real.

El disgusto de uno mismo, la hostilidad del ambiente, la imposibilidad de formarse otro a gusto de uno, todo caía sobre con una pesadumbre de plomo. En alguna ocasión que Dolorcitas vió en la decisión firme de marcharme y no volver por su casa, se sintió de nuevo cariñosa conmigo.

Dolorcitas parecía decidirse por ; pero, al mismo tiempo, todo el mundo decía que iba a casarse con el hijo del marqués de Vernay, un señor de Jerez, no muy rico, pero de familia aristocrática. Le escribí a Dolorcitas y le hablé varias veces por la reja. Ella negaba que fuera a casarse y aseguraba que no torcerían su voluntad. Sin embargo, los indicios de la boda eran ciertos.

La primera vez que comprendí claramente las pretensiones aristocráticas de la familia de Dolorcitas, fué hablando con un empleado del almacén de don Matías, a quien yo llamaba el Almirante. Muchos domingos, al llegar a casa de doña Hortensia me encontraba con que no había nadie, y solía entrar en el almacén. Los empleados me conocían. Allí se trabajaba lo mismo días de labor que días de fiesta.

Palabra del Dia

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