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Actualizado: 20 de julio de 2025
Estábamos hablando cuando entró, acompañada de una criada vieja, la hija de doña Hortensia, Dolorcitas, una muchachita de catorce o quince años, preciosa. Don Ciriaco estuvo con ella como un viejo galante de la corte de Versalles. Dolorcitas se parecía a su madre; pero era más pequeña de estatura, de ojos más negros y de tez algo más morena.
El domingo siguiente, por la mañana, marchaba yo a casa de doña Hortensia, por las calles de Cádiz. Iba con el corazón en un puño. Temía que me recibieran mal o fríamente; pero no: mi paisana y su hija Dolorcitas me acogieron con grandes extremos de amistad. Estaban preparándose para ir a misa, y yo las acompañé hasta una iglesia próxima.
Yo no me atrevía a reprocharle su coquetería claramente, pero sí le dije varias veces que comprendía que no tuviera simpatía por mí, porque yo era más tosco que ella, y ella me contestó que yo le gutaba azí. Le gustaba así para mortificarme. Las tardes del domingo solíamos ir a la Alameda de Apodaca, Dolorcitas y alguna amiga suya; ellas muy elegantes, yo de marinerito.
Tengo que reconocer que Dolorcitas no era la excepción de las cien de que hablaba don Ciriaco. Estaba entre las noventa y nueve restantes: era caprichosa, cruel, instintiva, voluble. Por un capricho hubiera sacrificado a su padre, a su madre, al pueblo entero y, probablemente, a media humanidad.
Sentí una gran alegría; allí estaban Chipiona y Cádiz con sus casas blancas como huesos calcinados; allá estaba el castillo de San Sebastián y la Caleta. Al pasar por delante de la Maestranza y al ver de cerca la muralla, me acordé de mis paseos con Dolorcitas y de mi época de estudiante en San Fernando.
Palabra del Dia
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