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Pero el valeroso Doroteo despreciaba estas invenciones de la malevolencia. ¡Qué hombre ilustre carece de envidiosos! Había perdido su timidez de los primeros tiempos de la revolución, cuando rondaba en torno de los caudillos principales como un oficial de lealtad perruna, siempre dispuesto á encargarse de las misiones peligrosas.

Más de una docena de veces, cuando la despreciaba insultándola, o luego la adulaba, para después amenazarla, y por fin aparentaba un afecto repelente, me sentí impelido por el deseo de abalanzarme sobre él y darle una buena y sana lección.

Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compadecía su pobreza de espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía la culpa ella.

En el fondo de su alma despreciaba a los vetustenses. «Era aquello un montón de basura». Pero muy buen abono, por lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le daba hermosos y abundantes frutos. La Regenta se le presentaba ahora como un tesoro descubierto en su propia heredad. Era suyo, bien suyo; ¿quién osaría disputárselo?

Ninguna quiso ir, no se atrevían. Se votó y se nombró a Olvido Páez, por la representación de su papá y lo bienquista que era la joven en Palacio. « decía en la junta Visitación que venga Olvido; así no creerá el Magistral que el tiro va contra él; porque, como a no me puede ver...». Y era verdad; el Magistral despreciaba a la del Banco y la tenía por una grandísima cualquier cosa.

Poco después entró Gustavo Núñez con otros amigos, pero los dejó unos instantes y vino a sentarse a su mesa. Bajo la impresión del cambio brusco de ideas, cuando se habían cruzado algunas palabras indiferentes, Tristán desahogó con el pintor aquel nuevo desprecio que sentía. Pocas cosas en este mundo le quedaban ya por despreciar. Núñez hacía tiempo que las despreciaba todas.

No mucho; unas veinte hojas en un sobre. Entonces busque usted un momento favorable para poner el sobre en este libro, y hágame una seña para que yo lo busque en seguida y no caiga en otras manos... Estaba yo ruborizada y temblorosa por tener que recurrir a semejantes astucias, y casi me despreciaba al ver que se me ocurrían como si el alma invisible de Luciana me las inspirase.

Además, podría tener todos los defectos que quisieran sus enemigos, pero nadie le conoció jamás sombra de inclinación hacia el sexo débil. Despreciaba a las mujeres positivamente: creía que ninguna era capaz de decir ni hacer cosa con sentido común. En su carácter viril parecía haber encarnado el espíritu romano, que negaba a la mujer facultad para regirse nunca por misma.

Escéptico en materias religiosas, despreciaba o atacaba a todos: a los judíos fieles a sus antiguas creencias, a los conversos, a los católicos, a los musulmanes, con los que había vivido en sus viajes a las costas de África y en las escalas de Asia Menor. Otras veces sentíase dominado por una ternura atávica, mostrando cierto respeto religioso hacia su raza.

Bobo, más que bobo». Maximiliano la despreciaba y se lo decía: «Lárgate de aquí, sinvergüenza, o te quito todas las muelas de una bofetada». «¿Vusté, vusté?, ja, ja. Si le cojo, del primer borleo va a parar al tejado». Más valía no hacerle caso. Era una inocente que no sabía lo que se decía.