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Los barberos que trabajaban en una de las mejillas de Edwin, viendo su guadaña completamente cubierta de espuma, creyeron necesario limpiarla con un palo antes de continuar su labor. ¡Atención los de abajo! gritó el más prudente. Y desde la considerable altura de los hombros del gigante se desplomó una bola espesa de jabón del tamaño de dos ó tres pigmeos.

Al ver la sardinera que por aquel día no había modo de reñir con nadie desde el balcón, encerróse también en su caverna; sacó de un escondrijo una botella de aguardiente, bebióse cerca de la mitad; y cuando los vapores de aquel veneno comenzaron á adormecerla, acercóse balbuciente y con paso mal seguro á la sucia y fementida cama, y en ella se desplomó, revolcándose allí como cerdo en su pocilga.

El toro le embistió: sin hacer más que un ligero movimiento, él le pasó de muleta, y volviendo a quedar en suerte, en cuanto la fiera volvió a acometerle, dirigió la espada por entre las dos espaldillas de modo que el animal, continuando su arranque, ayudó poderosamente a que todo el hierro penetrase en su cuerpo, hasta la empuñadura. Entonces se desplomó sin vida.

Anonadado por su esfuerzo para llegar hasta allí, Rafael se desplomó en la cama, contándolo todo con palabras entrecortadas antes de desvanecerse.

Como ramilletes de fuego saltaban las aves, é intentaban volar ardiendo vivas. Se desplomó un trozo del muro hecho de barro y estacas, y por la negra brecha salió como una centella un monstruo espantable. Arrojaba humo por las narices, agitando su melena de chispas, batiendo desesperadamente su rabo como una escoba de fuego, que esparcía hedor de pelos quemados. Era el rocín.

Vieron todos que se le descomponían horrorosamente las facciones, los ojos se le salían del casco, la boca se aproximaba a una de las orejas... Alzó los brazos, exhaló un ¡ay! angustioso, y se desplomó de golpe. A la caída de su cuerpo se estremeció de arriba abajo toda la endeble escalera. Subiéronle entre cuatro a la casa para prestarle socorro, que ya no necesitaba el infeliz.

Hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre mismo y se desplomó. Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fué inútil toda el agua; murió sin volver en .

D. Felicísimo no vio nada de esto, y así, cuando aquella mole podrida se desplomó en una pieza con estruendo más grande que el de cien cañonazos, él se agitó un instante en su sepulcro de ruinas, murmuró estas dos palabras: «suéltame ya», y pasó a la eternidad, no como quien se duerme, sino como quien despierta.

Al concebir esta idea, una puerta ilusoria abriose de pronto en su imaginación, y sus ojos vieron de nuevo la figura sobrehumana de Felipe Segundo siguiéndole con la mirada a lo largo de los caminos. Todo su brío se desplomó. Hallose anonadado, vencido, por algo irresistible, como el poder de un hechizo funesto. ¡Ahora que su garganta sentía la hez nauseabunda de las ambiciones palaciegas!

Quitose la levita y arremangose la manga de la camisa; pero cuando vio abierto el estuche del cirujano, y brillaron ante sus aterrados ojos las hojas relumbrantes de treinta instrumentos de suplicio, palideció intensamente y se desplomó, desmayado, sobre una butaca. Algunas gotas de agua con vinagre le devolvieron el conocimiento, mas no la resolución.