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Aquella americana olía lo mismo que la otra; esparcía uno de esos perfumes indefinibles que no pueden adquirirse, pues carecen de nombre; un perfume irreal, que es como el uniforme impalpable que envuelve a las mujeres de todos los países acostumbradas a una vida de comodidades y refinamientos; perfume de carne cuidada con amor, de epidermis pulida por el frote higiénico; «olor de agua», según decía Ojeda.

Si se nos educa con cuidado, si se trata de aumentar el número de nuestras cualidades y de disminuir el de nuestros defectos, si se nos da una educación cuidada y una instrucción extensa, si se nos inicia en el culto de la belleza en todas sus formas, si, sobre todo, se nos forma una voluntad y un juicio personales, ¿es para arrojarnos sin más miramientos en los brazos del primer individuo que pasa?...

Para un hombre tan cuidadoso como él de la hacienda de los demás, no me pareció muy bien cuidada la propia que tenía a la vista. Dígolo por el desaliño y desaseo de toda su persona, que eran muy considerables... Así y todo, resultaba interesante y muy simpático el vejete.

Se fijó igualmente en su barba corta y bien cuidada, distinta de la que él había visto en las trincheras. Iba limpio y acicalado por su reciente salida del hospital. ¿No es verdad que se me parece? dijo el viejo con orgullo. Doña Luisa protestó, con la intransigencia que muestran las madres en materia de semejanzas. Siempre ha sido tu vivo retrato.

La posesión de D. César no era grande ni feraz. Los terrenos de las colinas no son como los del valle, regados por todas las aguas que de ellas bajan. Pero estaba tan admirablemente cuidada, que alegraba la vista y daba mayores rendimientos que las mejores del llano.

Allí vivían, en el centro de la hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devorándose unos á otros; y aunque causasen algún daño á los vecinos, estos los respetaban con cierta veneración, pues las siete plagas de Egipto parecían poca cosa á los de la huerta para arrojarlas sobre aquellos terrenos malditos.

No penséis en aquella arenilla blanca y dulce a la mirada, que tapiza los cuartos en las aldeas alemanas y flamencas, perfectamente cuidada, el piso en que se marcaba el paso furtivo de Fausto al penetrar en la habitación de Margarita; el piso hollado por los pies de Hermann y Dorotea.

Por último, había una tercera fotografía que no dejaba nada que desear. Allí estaba el joven señor clara, fiel y nítidamente retratado. Su rostro era hermosísimo. Los ojos eran grandes y expresivos; la barba parecía sedosa, abundante y muy bien cuidada y atusada. La nariz, un tanto cuanto aguileña, daba cierta majestad a su expresión.