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Actualizado: 21 de octubre de 2025


Eran a modo de una marea montante de huesos que subía y subía hasta alcanzar la cumbre de las más altas montañas y tocar las nubes. Jaime empezaba a ahogarse en esta inundación blanca, dura y crujiente. Gravitaban sobre su pecho con la pesadez de las cosas muertas... Iba a perecer.

Durante aquellos dos meses, no es solo el halago lo que las rodea, sino que también un lujo que no han visto ni soñado jamás. Su corto y áspero patadión se transforma en la crujiente falda de gró, sus piés los aprisionan diminutas botitas de raso, sus piernas se recubren de finas mallas, y en sus hombros, y entre las negrísimas hebras de su cabellera, descansan perlas y brillantes.

No sabía la joven de cierto si pisaba en el tillo crujiente o en una nube esplendorosa y flotante, o ya en el barco milagroso de Fernando.... Iba alucinada, henchida de felicidad....

Era el trueno, que estallaba a lo lejos, solemne y terrible. Lucía exhaló un gemido de pavor, cayendo con la faz contra la hierba. Desgarráronse las nubes, y anchas gotas de agua cayeron, sonando como goterones de plomo líquido en la crujiente seda de las frondas de mimbre.

Los pies se movían como en una playa crujiente sobre la hulla desmenuzada. Un sabor de humo y de grasa descendía por las gargantas. Volvieron a las máquinas, y junto a ellas escucharon las explicaciones del guía. En las entradas y salidas de los puertos, en todo momento difícil, el primer ingeniero se colocaba en una galería alta, lo mismo que el comandante del buque tomaba su sitio en el puente.

Una estela de polvos de tocador y vagas esencias de jardín artificial seguía el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; el crujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de las nucas, sobre las que se elevaba el edificio de un peinado extraordinario, el primero de una navegación que únicamente se había prestado hasta entonces a exhibir sombreros de paseo y velos de odalisca.

En unos lugares percibían sus pies la frescura de la humedad; en otros aplastaban como arena crujiente el polvo diamantino de la hulla. De pronto, percibían en sus cabezas un torbellino glacial, inesperado, que cosquilleaba las narices con la picazón del estornudo y parecía querer arrebatarles las gorras.

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