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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Triunfante Butrón y rejuvenecido, felicitaba a unos, animaba a otros, multiplicábase por todas partes, tendiendo siempre la caña, y entre el calorcillo de la cena y el humo de las satisfacciones, estuvo a pique de desquiciarse aquella cabeza tan firme, hasta el punto de pasar por ella la idea de invitar para el cotillón a la excelentísima señora doña Paulina Gómez de Rebollar de González de Hermosilla.
No sabemos lo que los salones de Requena ganaron en su aspecto moral con la marcha de María Estuardo; pero sí podemos afirmar que perdieron mucho en el estético. Porque, a la verdad, estaba lindísima. El baile tocaba a su fin. Comenzaron los preparativos para el gran cotillón. La muchedumbre se había aclarado un poco.
Durante algunos minutos, orquesta, matronas y parejas ejecutaron a mis ojos una danza sin nombre, y para no caerme, tuve que sujetarme de las colgaduras que me ocultaban. Cuando me repuse de aquel atolondramiento, el brillante salón me parecía velado por un crespón negro, y con gran sorpresa de Juno, fui a rogarle que nos fuéramos inmediatamente, sin aguardar el cotillón.
Había en ellos energía, vigor, constancia, empeñoso esfuerzo. Y así, durante su juventud, lo mismo sujetaban un «rodeo» con espíritu varonil que dirigían con sencilla elegancia un cotillón. Bajo el guante blanco advertíase la vitalidad de las manos dominadoras de toros. En aquellas manos veía la mujer un firme apoyo y en aquellos corazones una inalterable y noble constancia.
Ninguno de los jóvenes que la rodeaban tenía su elegante presencia. ¿Qué más podía pedir? ¿No sería muy agradable pasearse por el mundo del brazo de tal marido? Diana tenía razón; era verdaderamente chic. En los momentos en que se preparaba el cotillón, alguien vino a decirle a Huberto: La señorita Alicia de Blandieres lo espera en el salón azul. Huberto se aproximó a María Teresa.
Y permanecían allí, mudos y molestos los dos, sin alegría, sin felicidad, aturdidos y desconcertados. El enjambre de parejas que se instalaban para el cotillón, obligándolos a moverse, los libró en parte de su perplejidad.
Algunos se fueron antes de terminar el baile, viejos en su mayoría a quienes hacía daño el trasnochar. Entre las damiselas hubo la agitación y el movimiento que precede siempre al cotillón. En esta última etapa el baile adquiere un aspecto de recreo familiar muy grato.
Al llegar el cotillón se acercó a Esperancita preguntándole si quería ser su pareja, a sabiendas de que esto no podía ser, pues todos los pollastres se apresuran a pedir tal merced a las damas así que entran en el baile. Pero le convenía para el plan que comenzaba a desenvolverse en su cerebro, fecundo en abstracciones.
Y al hablar, ponía en toda su personita una gracia risueña capaz de seducir a los más recalcitrantes, lo que no impidió que Martholl le respondiese: Siento, señorita, tener que declinar el honor que usted me hace; pero no podré quedarme hasta el cotillón; tengo la obligación de ir a otra tertulia. ¡Oh, qué fastidio! murmuró ella contrariada.
Cerró la tabaquera con un golpe seco, encendió su cigarrillo, y, después de haber lanzado al espacio algunas bocanadas de humo, dijo: Brillante la fiesta, ¿eh? Muy brillante. ¿Por qué has desertado del cotillón? Podría devolverte la pregunta. ¡Oh! yo, es bien sencillo: me substraigo a las confidencias de mi prima.
Palabra del Dia
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