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Actualizado: 1 de junio de 2025
En la abdicación de su albedrío, en la entrega de su cuerpo, no influyó nada el cálculo. Complacíase en recordar que no tenía cosa que echarse en cara. Vio entrar a su amado pensativo y triste por malas noticias que recibiera, e intentó consolarle; él, agradecido a su piedad, la estrechó entre los brazos. De lo demás no hacía memoria...
Una profunda lástima y una gratitud que parecía amor invadieron el ánimo de Ana en aquel instante.... «¡Oh! ¿por qué ella no podía ahora ir con aquel hombre, llamarle, consolarle... probarle que era la de siempre, que ella no le volvía la espalda como tantas otras?...». «Sí, sí, le volvían la espalda a él, el santo, el hombre de genio, el mártir de la piedad... le volvían la espalda las que antes se le disputaban, y todo ¿por qué? por viles calumnias.
Lo mismo le ocurría á ella al ver asegurado su bienestar, y convencerse de que su juventud marchaba hacia el ocaso. ¿Por qué no había de conocer su verdadero amor con sus penas y alegrías después de haberse rozado insensiblemente con tantos hombres?... ¡Ah mon vieux! Había que tomar la vida con serenidad filosófica. A cada cual su turno. Después intentaba consolarle hablando del pasado.
Era un héroe, indudablemente; pero un héroe bueno y simple, lo mismo que un niño, y Mina sintió un deseo de consolarle, de protegerle, como si acabase de despertar la confusa maternidad que toda mujer lleva dormida en su interior. Después tuvo la intuición de que la tal mirada iba á significar mucho en su vida futura.
No sabía lo que pensaba, no podía medir la inmensidad del trastorno que su pariente le exigía, no estaba resuelto sino á echarse en brazos del primero que fuera capaz de consolarle. Llegó por fin, después de preguntar mucho, á la calle de Válgame Dios. Vió el número de la casa, miró á las ventanas del segundo piso y había luz en las habitaciones.
El escribano, con la misma cara de risa, le dijo: Eh, tonto, no grites: ya te las volveremos. Cuando terminaron y se prepararon a marchar, los alaridos del chico fueron terribles. Los curiosos allí congregados trataban de consolarle en vano. Según pasaban por delante de sus ojos las vacas, llamábalas a gritos por sus nombres.
Esforzábanse sus compañeros por consolarle de aquel su dolor, que se veía claro en la perpetua desolación de su semblante, y en vano, para consolarle mejor, la causa de su dolor le pedían; callábase él, agradeciéndoles sus buenos deseos; y como el capitán Diego de Urbina, a quien su desventura había revelado para que le amparase, su secreto noblemente le guardaba, nadie sabía qué pensar de aquel dolor que tan acabado a Cervantes tenía, y tan desesperado, y tan melancólico, que harto claro se comprendía que le pesaba la vida.
Estaba pobre; más pobre que cuando llegó á establecerse en esta tierra maldita. Pero su fe en Robledo y la necesidad de consolarle hicieron que se mostrase optimista. Todo se arreglará, don Manuel repitió varias voces, pero sin convicción. Don Manuel, viendo cómo las aguas insistían en su obra destructora, pasó de la tristeza á la cólera. Sus ojos ya no miraban al río.
Ulises quiso decir que también era éste su viaje, pero tuvo miedo á la doctora. Además, la excursión era en un vehículo alquilado por ellas, y no le concederían un asiento. Freya pareció adivinar su tristeza y quiso consolarle. Es un viaje corto. Tres días nada más... Pronto estaremos en Nápoles. La despedida en Salerno fué breve. La doctora se abstuvo de indicarle su domicilio.
En la época en que cae lo que voy á referir, Rufinita había cumplido los veintidós, y Valentín andaba al ras de los doce. Y para que se vea la buena estrella de aquel animal de D. Francisco, sus dos hijos eran, cada cual por su estilo, verdaderas joyas, ó como bendiciones de Dios que llovían sobre él para consolarle en su soledad.
Palabra del Dia
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