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Actualizado: 30 de septiembre de 2025


Aguijoneado por el interés y la curiosidad, al oír estas últimas palabras, hice un movimiento, cuyo significado debió de adivinar él sin duda alguna, porque me apretó la mano entre las suyas, diciéndome: Ya supondrá usted que ese palco tiene para recuerdos muy queridos y crueles... que a nadie puedo confiar... ¿A qué conduce quejarse cuando uno es desdichado sin esperanza... y lo es por su culpa?

Ya veis, señora, que cuando doña Catalina, hija de quien es, confía en , vos también debéis confiar. ¿Pero por qué no habéis ido directamente á mi tío, caballero? dijo la abadesa. El duque de Lerma acaba de darme la libertad; podía creer que yo... yo no puedo, no debo cambiar así, delante de las gentes, delante del mismo duque.

En seguida de una batalla sangrienta que le ha abierto la entrada a una ciudad, lo primero que el general ordena es que nadie pueda abastecer de carne el mercado... En Tucumán supo que un vecino, contraviniendo la orden, mataba reses en su casa. El general del ejército de los Andes, el vencedor de la Ciudadela, no creyó deber confiar a nadie la pesquisa de delito tan horrendo.

No convenía confiar a nadie el asunto que allí tenía y que importaba una suma archi-respetable. La condesa se hallaba muy delicada de salud y no podía acompañar a su marido en tan larga navegación. El Conde, después de muchas vacilaciones, resolvió ir solo. Fue, pues, y estuvo en el Perú cerca de año y medio.

Cuando estaban enteramente solos, el digno funcionario solía confiar a Rosalía sus disgustos domésticos, que últimamente habían llegado a turbar la venturosa serenidad de su carácter. ¡Oh! El gran Pez no era feliz en su vida conyugal. La que en otro tiempo fue la misma dulzura, habíase vuelto arisca e intratable. Todo la enfadaba y estaba siempre riñendo.

Encontré algunas personas y me reconocieron; pero me miraban con mucho recelo, como si fuera a quitarles algo. Me pasó lo mismo. Entonces conocí cuán triste es no tener a nadie en el mundo a quien confiar una pena del corazón, una alegría, una esperanza. Yo también. Y entonces me sentí viejo, muy viejo. Lo mismo yo.

Quiero contar la historia puntual de un episodio de mi vida que no deja de ofrecer algún interés; aunque mi impericia en el arte de escribir quizá llegue a quitárselo. Los sucesos que voy a confiar al papel son tan recientes, que el eco de sus vibraciones aún no se ha apagado en mi alma. Esto hará seguramente más confusa la narración.

El Dragón era, como he dicho, una urca, una urca coquetona y elegante; parecía una dama holandesa, blanca y rolliza, vestida de negro, que marchaba contoneándose con gracia por el mar. El Dragón era un buen barco, un barco seguro, en el que uno se podía confiar, con una arboladura gallarda y muchas velas de cuchillo. Era de esas embarcaciones que los franceses llaman ardientes.

El había llegado, vestido igualmente de oficial de artillería, pero solo, teniendo que confiar su maleta á un hombre de buena voluntad salido de la muchedumbre. Julio hizo un gesto de interrogación. ¿Quién era él? Lo sospechaba, pero fingió ignorancia, como si temiese conocer la verdad. Laurier contestó ella lacónicamente . Mi antiguo marido. El amante mostró una ironía cruel.

El Comendador oía con interés á su sobrina, y no ponía en la conversación ni una exclamación siquiera. Parecía que se había quedado mudo ó que no sabía qué decir. Clara prosiguió Lucía, ahora que cree pecado amar á D. Carlos, y que no halla posible oponerse á la voluntad de su madre, piensa á veces en ser monja; pero ni este deseo se atreve á confiar á su madre.

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