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Actualizado: 2 de julio de 2025


No soy hipócrita; me alegraría de llegar siquiera una noche en la vida a mi casa como un cónsul, precedido de lictores con las fasces en alto o rodeado de cirios encendidos, como Nuestro Señor Sacramentado cuando se digna visitar a los enfermos.

El salón estaba sólo alumbrado por seis antorchas, ó más bien seis grandes cirios, en candeleros de plata de un tamaño verdaderamente gigantesco. A ambos costados del salón, y fronteros uno á otro, hay dos palcos ó tribunas con cancelas de hierro. Ocuparon uno las Infantas y algunos de palacio, y destinóse el otro al Mariscal.

Los únicos momentos felices del desdichado eran los que pasaba en oración en el ángulo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás de un pilar, aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando el chisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos fieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba este mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con Dios y su Madre Santísima.

Sale la costurera con un andar leve, como si temiese que la muerta se despertase. Doña Moncha reza en voz baja todo el tiempo que permanece sola, y la estancia oscura se llena de misterio con aquel vago murmullo de rezo que se junta al chisporroteo con que los cirios se derraman sobre los candeleros de bronce.

Llevaos las velas añadió. El señor os las regala para que vuestras familias las guarden como recuerdo. Los trabajadores comenzaron a desfilar ante Dupont, con sus cirios apagados. Muchas gracias decían algunos, llevándose la mano al sombrero. Y el tono de su voz era tal, que no sabían los que rodeaban a Dupont si éste llegaría a ofenderse.

El cadáver de Martín se llevó al interior de la posada y estuvo toda la noche rodeado de cirios. Los amigos no cabían en la casa. Acudieron a rezar el oficio de difuntos el abad de Roncesvalles y los curas de Arneguy, de Valcarlos y de Zaro. Por la mañana se verificó el entierro. El día estaba claro y alegre.

Después todo el centro de la calle libre, flanqueado por dos filas de clérigos y militares con cirios; los diáconos con incensarios, asistidos por los ángeles rococós que llevaban las navetas del asiático perfume, y los canónigos con sus capas históricas de gran valor.

Pero era el viento en las rendijas. Felicita volvió a acostarse en el sofá. ¿Qué ruido es ése? murmuró Felicita, cayendo de rodillas, desvariada . Se oye murmurio de preces. Se oye chisporrotear de cirios. Rezan la recomendación de un alma. Anselmo ha muerto. Anselmo ha muerto. Pero era el ruido de la lluvia en los cristales. Al entrar Telva, Felicita oraba, de rodillas.

Desfilaban los cleros parroquiales con sus áureas cruces; los seminaristas con la frente baja y los ojos en el suelo, cruzadas las manos sobre el pecho; y en toda la extensión de la plaza, a la luz de los cirios, que brillaban con más fuerza en el crepúsculo, veíanse dos filas interminables de deslumbrante blancura, compuestas por los rizados roquetes y las albas de ricas blondas.

Después vio llegar a un cura rollizo, sonriente, cubierto de oro, como el altar del baptisterio, con todo el aparato sagrado de acólitos, cirios y cruces que reconoció que eran del caso. No se oponía él a nada, todo estaba bien.

Palabra del Dia

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