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Poco después, oíase un ruido de tacones en el interior de un grueso pilar, hacia la derecha; el cerrojo crujía, y la puertecilla, al abrirse, presentaba al campanero, o a su esposa, trayendo en una mano el manojo de llaves y en la otra un farol encendido. Comenzaba entonces la ascensión por el hueco de aquella columna del templo.

La llama turbia de la linterna vacila al soplo del viento de la noche. Grandes gotas de lluvia golpetean el suelo. Levanta el cerrojo y empuja la puerta, que se abre de par en par. Una densa humareda azul, de tabaco, le da en el rostro, mezclada con el olor de la cerveza agria.

Desdeñando por otra parte las simpatías triviales y los pésames de convención, Liette se apasionaba difícilmente aun ante un cariño sincero, y el mismo señor Hardoin tenía que esforzarse para forzar la puerta de aquella alma cerrada y a la que la última decepción había añadido todavía un cerrojo.

Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera. Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas.

El viejo despertó sobresaltado. Descorrió precipitadamente el cerrojo, pero dando un grito retrocedió ante la choreante y deshecha figura que vacilaba en el umbral. ¡Federico! ¡Silencio! ¿Despertó ya? No; ¿pero... Federico? ¡Calla, animal! Tráeme un poco de aguardiente, vivo.

Era un edificio construído con poco esmero, compuesto únicamente de una gran pieza al nivel de la tierra para el ganado, y otra encima de ella para guardar la hierba. Pedro corrió el cerrojo de una gran puerta pintada con almagre y la abrió de par en par. El vaho que despedían los animales les calentó el rostro.

Esperar aquí a que me suelten es exponerme a cárcel perpetua, por lo menos a estar preso hasta que la guerra termine... Hay que escaparse, no hay más remedio. Con esta firme decisión, comenzó a pensar un plan de fuga. Salir por la puerta era difícil. La puerta, además de ser fuerte, se cerraba por fuera con llave y cerrojo.

Jacobo descorrió el cerrojo, y la puerta se abrió; pero por vez primera en su vida perdió el aplomo, se levantó bamboleando, y una oleada de sangre enrojeció hasta la frente su pálida cara. Allí mismo, en su cuarto, estaba la señora de la diligencia de Wingdam, a quien Moreno, dejando caer las cartas, saludó, exclamando con ojos de asombro. ¡Mi mujer!... ¡Cielos!

El cerrojo de la puerta sonó con estrépito. Apareció el llavero, un hombre grueso, con la faz colorada, los ojos llenos de carne, el traje sucio y grasiento, y alrededor del abultado abdomen un cinturón ancho de cuero guarnecido de llaves. Sin dar los buenos días ni hacer una mínima señal de cortesía, volvió el rostro hacia el pasillo, diciendo: Pasen ustedes, señores, pasen ustedes.

De pronto, la puerta se sacudió con estrépito, y oyose en el corredor una voz desesperada que comenzó a gritar: ¡A ! ¡A ! ¡Socorro! ¡Soy muerto! El canónigo saltó del asiento, descorrió el cerrojo y abrió. Era un lacayo. El infeliz, con el semblante blanco como el yeso, sin soltar de sus manos una silla de montar, cubierta de terciopelo azul, fue a arrojarse a los pies de su señor.