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Actualizado: 19 de mayo de 2025
El Magistral comenzó a impacientarse; la Regenta no subía la cuesta, persistía en sus peligrosos anhelos panteísticos, que así los calificaba él, se empeñaba en que era piedad aquella ternura que sentía con motivo de espectáculos profanos, y declaraba francamente que las lecturas devotas le sugerían reflexiones probablemente heréticas, o por lo menos, poco a propósito para llegar a la profunda fe que el Magistral exigía como preparación absolutamente indispensable para dar un paso en firme.
Hasta entonces nunca había entrado en sus teorías ni en sus prácticas intentar la repetición de semejantes aventuras, porque despreciativamente calificaba esto de reincidencia vergonzosa. Pero ¿era sólo amor propio lo que ahora le impulsaba al quebrantamiento de tales doctrinas?
Esta señora, tratada con mucho favor por el señor Laubepin, cuando la calificaba simplemente de espíritu agrio, no me inspira ninguna simpatía.
Grandes acontecimientos vinieron a sacar a Reyes de estas intermitentes veleidades místicas, que él mismo, en sus horas de sensualismo racionalista y moderado, calificaba de enfermizas. El infeliz Bonis no pudo menos de recordar un pasaje muy conocido de La Sonámbula; aquel de: ah, del tutto ancor non sei cancellata dal mio cuor,
Con tal moderación discurría a veces Juanita, pero con más frecuencia perdía la moderación y se ponía hecha un veneno. Entonces calificaba a don Paco de inconsecuente, de voluble y de interesado; procuraba aborrecerle o despreciarle, y se sentía predispuesta, tentada y ansiosa de tomar represalias.
A los que comían bien, doña Inés los censuraba por su glotonería y despilfarro, y a los que comían poco y mal, los calificaba de miserables, de hambrones y de perecientes. No tardó, por consiguiente, doña Inés en tener noticia de las aficiones de su padre y de sus visitas o tertulias en casa de ambas Juanas.
El prurito de romper aquellas relaciones, que ella en el fondo de su alma calificaba de cadenas, estimulaba entonces su voluntad, pero, aunque era muy valerosa y apenas conocía el miedo, no se atrevía a intentar la ruptura.
Poldy esperaba que permaneciese secreto su impremeditado desliz; el mal paso que había dado y que por lo menos calificaba ya de imprudente locura. Por otra parte, en ocasiones en que su humor era menos negro, Poldy se juzgaba con alguna indulgencia y hasta llegaba a absolverse de su culpa, dado que la hubiese.
Salía don Víctor dejando tras sí las puertas abiertas, dando órdenes caprichosas para que se cumplieran en su ausencia; y cuando Ana ya sola, pegada a la chimenea taciturna, de figuras de yeso ahumado, quería volver a su propedéutica piadosa, a los preparativos de vida virtuosa, encontraba anegada en vinagre toda aquella sentimental fábrica de su religiosidad, y calificaba de hipocresía toda su resignación. «¡Oh no, no! ¡yo no puedo ser buena! yo no sé ser buena; no puedo perdonar las flaquezas del prójimo, o si las perdono, no puedo tolerarlas.
Cuando veía la gente que Antoñuelo y don Paco iban a las nueve a la casa y permanecían allí hasta cerca de las doce, no juzgaba aquella tertulia tan inocente como era en realidad, y la calificaba de amor por partida doble. Las bromas que sobre ello dieron a don Paco algunos de sus amigos le soliviantaron bastante.
Palabra del Dia
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