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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Yo también he tenido mi cacho de orgullo y he gozado con ciertas tonterías que hoy me avergüenzan. ¡Oh, los años, las tristezas, las enfermedades, le van arrancando a una todas las ilusiones!... Lo que importa ahora, es evitar a todo trance mayores disgustos. Hace tiempo que vengo notando las atenciones del Duque con Venturita y la intimidad que ha nacido entre ellos.

Y luego, cuando entraban en la casa, ella con la bolsa vacía, él doblado bajo el grato peso de la cesta, ¿quién no se conmovería viéndole sacar todo con amor para enseñarlo a las chicas, y poner cada cacho de turrón ordenadamente sobre la mesa, diciendo a qué clase pertenecía cada uno, y regañando si algún ignorante confundía el de yema con el de nieve?

Iban cuatro juegos por nada, y ya parecía el triunfo del navarro casi seguro cuando la suerte cambió y comenzaron a ganar Zalacaín y su compañero. Al principio, el Cacho se defendía bien y remataba el juego con golpes furiosos, pero luego, como si hubiese perdido el tono, comenzó a hacer faltas con una frecuencia lamentable y el partido se igualó.

El partido constituyó un acontecimiento en Urbia; el pueblo entero y mucha gente de los alrededores se dirigió al juego de pelota a presenciar el espectáculo. La lucha principal iba a ser entre los dos delanteros, entre Zalacaín y el Cacho.

Desde entonces se vió que el Cacho é Isquiña perdían el juego. Estaban desmoralizados. El Cacho se tiraba contra la pelota con ira, hacía una falta y se indignaba; pegaba con la cesta en la tierra enfurecido y echaba la culpa de todo a su zaguero. Zalacaín y el vasco francés, dueños de la situación, guardaban una serenidad completa, corrían elásticamente y reían.

No faltó quien poco despues les avisase el lugar donde se escondian los que buscaban, y volviendo á entrar con doblada furia, hallaron á D. Ventura Ayarra, D. Pedro Martinez, D. Francisco Antonio Cacho y á un francès, que una hora antes habia tomado el hábito de religioso: los que perecieron tambien á mano de aquellos bárbaros.

Martín eligió como zaguero a un muchacho vasco francés que estaba de oficial en la panadería de Archipi y que se llamaba Bautista Urbide. Bautista era delgado, pero fuerte, sereno y muy dueño de mismo. Se apostó mucho dinero por ambas partes. Casi todo el elemento popular y liberal estaba por Zalacaín y Urbide; los señoritos, el sacristán y la gente carlista de los caseríos por el Cacho.

Mare bendita, ¿cuándo ha caído este cacho de firmamento? ¡Bendígate Dios, salero, que me has deshecho el alma con ese taconeo chiquito! Pocos transeuntes cruzaban sin verter en su oído algún requiebro. Los grupos se abrían para dejarla paso. La gentil tabernera marchaba sin fijar la atención en tales palabras, sin oirlas siquiera, totalmente abstraída de lo que la rodeaba.

Preguntaron Catalina y el a varios carlistas de Urbia por Ohando, y uno le indico que Carlos, en compañía del Cacho, había salido de Burguete muy tarde, porque estaba muy enfermo.

Meses después, Carlos Ohando entró en San Ignacio de Loyola; el Cacho estuvo en el hospital, en donde le cortaron una pierna, y luego fué enviado a un presidio francés; y Catalina, con su hijo, marchó a Zaro a vivir al lado de la Ignacia y de Bautista. Zaro es un pueblo pequeño, muy pequeño, asentado sobre una colina.

Palabra del Dia

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