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-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.

-No tengáis pena, Sancho amigo -dijo el barbero-, que aquí rogaremos a vuestro amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a causa de que él es más valiente que estudiante. -Así me ha parecido a -respondió Sancho-, aunque decir que para todo tiene habilidad.

Hubiérase dicho que no era el maestro el que entraba en la clase, sino Fígaro mismo, al cual sólo le faltaba la navaja y el platillo del barbero. Don Josef, en cambio, era un Orestes. Alto, vigoroso, la cara roja como un pimiento, la nariz chica y encorvada, la cabeza mezquina pero bien puesta sobre los hombros.

Lohengrín, llegando en su barquilla para salvar a Elsa. Sólo falta el cisne... a no ser que el barbero se contente con este papel... Hablando en serio, no creía que aquí hubiese un hombre capaz de portarse así. ¡Y si usted hubiese muerto!... exclamó el joven para justificar su aventura. ¡Morir!... Le confieso a usted que al principio tuve algún miedo; no de morir, que yo le temo poco a la muerte.

El barbero respondió que, sin que se le diese lición, él lo pondría bien en su punto.

-Digo que tienes razón -dijo don Quijote-, y que así puedes llevar a tu barbero; que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron a una, y puedes ser el primero conde que lleve tras su barbero; y aun es de más confianza el hacer la barba que ensillar un caballo.

No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote, el cual a esta sazón dijo: -Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas. Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su artificio.

Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen. -Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que después la trasladaremos.