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Actualizado: 16 de julio de 2025


Y digámoslo en elogio de D. Amaranto, ¡jamás, ni en los días de bochornoso desahucio, ni en el asedio africano de sus acreedores, ni cuando tenía un hijo muerto, sin monedas para la inhumación; ni en las horas en que la señora de Peláez deliraba en el fementido camastro, loca de tristeza y de hambre, jamás D. Amaranto hubo de faltar a la oficina! ¡Oh, brava alma que rima con el balduque, que armoniza con el papel de oficio, por estar tan bien templada en el fuego de las virtudes administrativas, bien mereces una estatua, con tus manguitos y tu gorro, sobre un pedestal de expedientes y de minutas!

Como hubiese modo de casarlos, ya se vería él, andando el tiempo, con Cristeta hecha Frasquita: los ojos tiernos, la boca desdentada, los zapatitos coquetones convertidos en zapatillas de orillo, medias caseras de algodón azul, y en vez de ligas color de rosa, cinta balduque. ¡Si pudiera casarle! Hay que madurarlo.

Paco Vegallana, juraba que usaba aquella señora ligas de balduque, y que él le había conocido una de bramante. Todo esto, por supuesto, se decía nada más entre hombres, y habían de ser discretos. Los bajos de Obdulia, en cambio, eran irreprochables; no así su conducta: pero de esto ya no se hablaba de puro sabido.

El rótulo del legajo es la sentencia latina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doy por título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que los papeles se conserven, pues creyéndolos cosa de sermón o de teología, nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una sola página. Contiene el legajo tres partes.

Llegó a su despacho el señor vicario general, y sin saludar a los que allí le esperaban, se sentó en un sillón de terciopelo carmesí detrás de una mesa de ministro cargada de papeles atados con balduque. Apoyó los codos en el pupitre y escondió la cabeza entre las manos. Sabía que le esperaban, que pretendían hablarle, pero fingía no notarlo. Esta era una de las maneras que usaba para hacer sentir el peso de su tiranía; así humillaba a los subalternos; despreciándolos hasta no verlos a los dos pasos. Primero era su mal humor. Un mal humor de color de pez. La bilis le llegaba a los dientes. ¿Por qué? Por nada. Ningún disgusto grave le habían dado; pero tantas pequeñeces juntas le habían echado a perder aquel día que había creído feliz al ver el sol brillante, al lavarse alegre frente al espejo. Primero su madre tratándole como a un chiquillo, recordándole las calumnias con que le perseguían; después las noticias alarmantes y las bromas necias del médico, luego aquella Visitación, La Libre Hermandad, Olvidito faltando a la disciplina... y sobre todo aquel demonio de Obispo abrumándole con su humildad, recordándole nada más que con su presencia de liebre asustada toda una historia de santidad, de grandeza espiritual enfrente de la historia suya, la de don Fermín... que... ¿para qué ocultárselo a mismo? era poco edificante.... Aquel paralelo eterno que estaba haciendo Fortunato sin saberlo, irritaba al Magistral. Y ahora le irritaba más que nunca. Ahora le parecía que la superioridad intelectual del vicario era nada enfrente de la grandeza moral del Obispo.

Palabra del Dia

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