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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Con esta nueva cierta, á grande priesa Bajamos hácia el rio Juan de Ayolas: No se tiene temor de la traviesa Del gran rio Paraná, ni de sus olas: Que el bien, que en la tornada se interesa, Lo facilita todo: mas no á solas Nos vemos, cuando viene anocheciendo, Que los Timbues vienen muy corriendo.
El teniente mandó que cerráramos la puerta de la toldilla y le siguiéramos. Bajamos a nuestra cámara, la abrimos, y salimos a la escalera. Cerrad la escotilla dijo el piloto ; cuando esa gente se despierte entrará a saco en la despensa y no dejará nada. Ahora hay que aprovecharse.
Su visita fue breve, y nos despedimos muy afablemente, quedando yo muy complacido de aquel hallazgo en Tablanca, más por lo que se leía en la cara y en el aire del mediquillo, que por las ponderaciones que de sus prendas hizo mi tío al presentármelo. Bajamos juntos hasta el portal, echando él enseguida por la cambera del pueblo y yo por otra diametralmente opuesta, hacia la montaña.
Desde Santo Domingo bajamos hacia el río Tormes, pasando por un barrio en ruinas, en el cual hubo, hasta los tiempos de Enrique IV, un antiquísimo Alcázar Regio, que los monárquicos salmantinos de entonces juzgaron oportuno destruir, con anuencia del mismo Rey, para que no lo ocupasen los rebelados nobles. En aquella parte de la ciudad estuvo también la Judería.
Nuestro cochero pasó de largo, y como a un cuarto de milla del punto le hicimos parar, bajamos y retrocedimos a pie, ordenándole que nos esperara. Llamamos a la puerta y nos abrió una anciana con gorra y adornos de cintas.
Bajamos del Izarra y salimos por entre las peñas a la punta del Faro. Recalde sabía que en un pequeño fondeadero, labrado entre las rocas del promontorio donde se levantaba la torre solía haber una barca que el torrero utilizaba para pescar; fuimos allá y encontramos la lancha; pero estaba atada con una cadena. Llamamos en el faro, y una vieja nos dijo que el torrero habia ido a Elguea.
Como he dicho, la sobrecámara de la toldilla tenía una trampa que daba a la cámara del capitán; por ella bajamos nosotros y cerramos la puerta de nuestra cámara, donde solíamos dormir los vascos. Quedamos incomunicados. En seguida el piloto nos mandó encender la linterna de la Santa Bárbara, bajamos al pañol de las armas y de la pólvora y tomamos cada uno nuestro rifle y cartuchos en abundancia.
Bajamos, pues, y una vez en tierra, todo el encanto fantasmagórico de la ciudad, vista desde el mar, se desvaneció para dar lugar a una impresión penosa. «Venezuela tiene la cara muy fea», me decía un caraqueño, aludiendo al aspecto sombrío, desaseado, triste, mortal, de aquel hacinamiento de casas en estrechísimas calles que parecen oprimidas entre la montaña y el mar.
Despues que hubimos descansado un instante, nos lavamos, y aún con el polvo del camino encima, salimos á dar una vuelta, como suele decirse. Bajamos por la calle Feydeau, torcimos á la derecha, y á pocos pasos nos hallamos en la plaza de la Bolsa, cuyo suntuoso palacio descubrimos confusamente entre dos luces.
Puestos los caballos al paso y afianzándonos en el borrel de la silla, bajamos la escabrosa cuesta de las Despedidas, á cuya falda se asienta sobre un riachuelo el puente de aquel nombre, el cual le fué dado, según he podido averiguar, por ser el lugar señalado por la costumbre para despedir los de Tayabas á los que se van. ¡Qué tiernas escenas habrá presenciado! ¡Cuántas lágrimas habrá absorbido su candente arena! ¡De cuántos juramentos y de cuántas fugaces promesas habrá sido mudo testigo!....
Palabra del Dia
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