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Actualizado: 31 de mayo de 2025


«¡Qué diablo, alguna había de haber!». Los seductores de la clase media que anhelaban siempre meter la cabeza en la aristocracia, declararon lo mismo: «Ana era invulnerable». Esperará algún príncipe ruso decía Alvarito Mesía, que vivía entre plebeyos y nobles. Alvarito no había dicho nunca a Anita: «buenos ojos tienes». Eran dos orgullos paralelos.

La aristocracia, creía ella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contenta o resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mando a los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España una democracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a una mesocracia seglar.

Don Uriarte de Pujana, por ejemplo, confía en ser jefe del Estado de un momento a otro, tiene amores con grandes duquesas y cena chicharrones en cualquier tabernón. Esto es: la política, la aristocracia y el pueblo que se funden en el radio de acción de nuestro intrépido amigo.

De nuevo en el foyer; he ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan de una manera perfecta.

Estaba deslumbrado y creía sentir alrededor de su cuerpo un baño; un baño de agua rosada. La presencia del Marquesito era el principal factor de aquella alegría. «¡Oh! al fin la aristocracia era algo, algo más que una palabra, era un elemento histórico, una grandeza positiva... podía haber nobleza y no haber Dios... ¿qué duda cabía?».

Porque ella tenía la vanidad, muy bien fundada por cierto, de no desmerecer de las tales señoras en punto a buena crianza y modales. Harto sabía, además, que no todas habían nacido en doradas cunas, y que la finura es lo que constituye la verdadera aristocracia en estos tiempos liberales.

Al mismo tiempo, y refiriéndose a Dolorcitas, dijo que ésta se casaría con un hombre de su posición, indicándome de pasada que no pretendiese poner los ojos demasiado alto. Para el señor Cepeda, como para todos los comerciantes de puerto, había, sin duda, la aristocracia de la sangre y la del escritorio, el devocionario y el libro mayor, la espada y la pesa, la coraza y el mandil.

Su alma varonil y fuerte pertenecía a la aristocracia de los que prolongan un amor único hasta el más alto idealismo, ennobleciendo de este modo los instintos de la carne.

A la aristocracia de la Iglesia, a la verdadera casta sacerdotal, pues nosotros, dentro de la religión, somos gente de escalera abajo. ¡Qué engaño, Gabriel!

Viose repentinamente transportada a las altas esferas que ella no conocía sino por ese brillo lejano, ese eco y ese perfume tenue que la aristocracia arroja sobre el pueblo. Viose dueña del palacio de Aransis, mimada, festejada y querida.

Palabra del Dia

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