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Alababa la conducta de éste, siempre prudente, acogiendo con un silencio respetuoso las costumbres de la catedral, sin que se le escapase una palabra reveladora de su pasado; le enorgullecía la atmósfera de admiración que rodeaba a su hermano, el afán con que la gente sencilla del claustro escuchaba sus viajes, pero le apenaba la enfermedad de Gabriel, la certeza de que la muerte había puesto en él su mano, y únicamente por los cuidados de que le rodeaba iba retardando el momento de la posesión.

Y no se vaya á creer que este agujero del bolsón patrimonial apenaba al solariego; nada de eso. Seturas pleiteaba con la desdeñosa tenacidad de todo buen montañés, para quien nada supone el bollo cuando se trata del coscorrón; lo propio hizo su padre, muerto gloriosamente de un sofocón á la puerta de la Audiencia, por llegar á tiempo á presenciar la quincuagésima-octava vista del proceso.

Le apenaba el entusiasmo de su ídolo por el sietemesino; pero la derrota de Grass le llenaba de regocijo. Y en la expansión de su alegría amarga no pudo menos de acercarse al grupo donde aquel despreciable personaje se empeñaba todavía en imponerse a la atención por medio de sus ridículos juegos de manos. No trascurrieron dos minutos sin que le dirigiese una pulla de mal gusto. Grass no hizo caso.

Apenaba más verla llorar, por la alegría revoltosa que siempre fue el distintivo de su carácter. Fernanda la acariciaba tiernamente y compartía sus lágrimas. Al cabo de un rato de silencio le preguntó: Pero ¿ le sigues queriendo? ¡, hija, ! exclamó con rabia. No lo puedo remediar. Cada vez estoy más ciega por él. ¡Vaya por Dios! Tu pobre padre estará también disgustadísimo.

¡Mamá! suplicó de nuevo Susana. La apenaba tanto oír hablar a su madre así... Misia Gregoria se calló, embargada, otra vez, su mente, por la idea terrible, por lo otro, que no había acabado de explicar. No llores, hija mía dijo, mira que tu valor y tus consuelos me hacen falta, mucha falta.

Le apenaba, primeramente, por , que volvería a hallar eternas las horas, Dios sabía por cuánto tiempo, entre los paredones de la casa; porque las nevadas que venían de repente como aquélla, y a traición, lo mismo podían ser pasajeras que durables; y en segundo lugar, ¿para qué había de ocultármelo? el mucho frío le calaba más «jondo» de lo que él pensaba con los buenos ánimos que tenía para resistirle... Pero «el hueso, el pícaro hueso envejecido como el suyo, era tierra pura, ¡tierra pura y mala que se reblandecía y desborregaba en cuanto le faltaban las lumbraducas de sol!». Otra cosa: todos los años se sacaba la nieve en los puertos su correspondiente ración de carne viva; y siempre que vio nevar por primera vez en cada invierno, se preguntó a mismo: ¿a qué infeliz le tocará este año la suerte?