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Actualizado: 29 de julio de 2025
El rostro de Doña Blanca tomó cierta expresión de sorpresa y de notable desagrado. Entonces ¿quién os ha acompañado en el paseo? preguntó Doña Blanca. No se enoje V., mamá: hemos ido bien acompañadas. Sí; pero ¿por quién? ¿Por alguna fregona? ¿Por alguna tía cualquiera? Mire V., mamá, Doña Antonia tenía la jaqueca y no pudo acompañarnos. En su lugar ha venido con nosotras el tío de Lucía.
No se lo confesaba, no quería confesárselo; pero tal vez recelaba con miedo que no era sólo la devoción la que allí le llevaba, sino también la esperanza de volver a ver a D. Jacinto. Y la esperanza se cumplió. María Antonia volvió a verle; mas ¡ay! ¡cuán diferente del que antes era! Había descendido de un coche lujoso y llevaba al lado a la señora marquesa, su mujer, muy engalanada y muy fea.
La buena madó Antonia tenía una idea en su boca y otra en el pensamiento, y mientras seguía al señor hasta su dormitorio, le examinaba disimuladamente, queriendo adivinar algo en su rostro. ¿Qué habría pasado en Valldemosa, Virgen del Lluch? ¿Qué sería de aquel plan disparatado que había expuesto Febrer durante el desayuno?...
¡Miserias, madó Antonia! dijo el señor en el mismo lenguaje . Todos huyen de los pobres, y el mejor día, si ese tuno no trae lo que nos debe, tendremos que comernos uno a otro, lo mismo que si fuésemos náufragos. La vieja sonrió: «El señor siempre alegre.» En esto era un vivo retrato de su abuelo don Horacio, eternamente serio, con una cara que metía miedo, ¡pero diciendo unas cosas!...
El padre de Magdalena hizo una pausa mirando primero a Amaury, sentado a su derecha, después a Antonia, sentada a su izquierda, ambos confundidos, con los ojos bajos y sin atreverse a dirigir sus miradas ni hacia él ni hacia ellos mismos. Sonriose y prosiguió diciendo con su bondad paternal.
No me digas nada prosiguió el doctor; de sobra sé que te es indiferente todo esto y que tu noble corazón sólo desea cariño. Escucha, pues, Antoñita: a ti te conviene casarte, ¿estamos? Antonia intentó replicar; pero el señor de Avrigny, le impuso silencio con un gesto.
En medio de su pena, pudo tanto aún la briosa mocedad de María Antonia, fortalecida por el modo de vivir, menos duro y penitente que su larga convalecencia le había impuesto, que vino al cabo a encontrarse de nuevo sana y hermosa. Vehemente deseo de volver a ver a D. Jacinto dominó entonces su alma.
Era buena cristiana, iba á misa todos los días y rezaba el rosario con los criados todas las noches; pero en todo ello había algo de maquinal, de fórmula, costumbre ó rutina, sin que Doña Antonia se metiese en honduras religiosas.
Durante la comida le colmaron de cuidados, creyéndole indispuesto. Doña Antonia supuso que tendría jaqueca y le excitó á que fuese á reposar. D. José, después de decirle lo mismo, se largó á la botica. Lucía, con más vivo interés, trató de informarse mil veces de la causa del disgusto de su tío; pero no consiguió nada.
Antoñita se preocupaba de él casi exclusivamente, y le trataba con más intimidad que a los otros, al paso que colocaba en segundo lugar a Felipe; y por lo que toca a Amaury casi no podría decirse que fuese el tercero en la serie de las preferencias de Antoñita, por lo que el grave tutor juzgó que era impertinente semejante conducta, y a la quinta noche, aprovechando un momento de general distracción, acercose a Antoñita, y en voz baja y con amargo acento le dijo: ¿Sabe usted, Antonia, que manifiesta honrar con muy poca confianza a un amigo y a un hermano, ya que tal me considero?
Palabra del Dia
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