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Pronto tuve ocasión de arrepentirme de tal confianza. A eso de las diez, aunque ya era tarde para , se empeñó en dar una vuelta por casa de Anguita, y le acompañé no de buen grado. Estaba allí Daniel, más locuaz y alegre que de costumbre, conversando animadamente en un grupo de niñas.

El salón estaba ya mediado de señoras. Levanté un portier cautelosamente, y vi sentadas en las primeras filas a las de Anguita. Isabel y las de Enríquez estaban un poco más allá. Dejé que se llenase por completo, para que mi aparición hiciese más efecto. Poco a poco, los concurrentes habían ido desapareciendo de los corredores y acomodándose en las sillas del salón, detrás de las señoras.

Callé, porque no quise hacer injuria a las mujeres de mi país; pero no me pareció descaminada del todo aquella idea. Isabel consiguió que Gloria fuese alguna vez a la tertulia de las de Anguita, hacia las cuales seguía mostrando antipatía. Imagino que vino en ello por el gusto de demostrar su triunfo a Joaquinita, pues aún no se le habían desvanecido los celos por completo.

Cuando era una marina, el agua se transparentaba, parecía que «podía meterse la mano en ella»; si se trataba de un paisaje de montaña, «apetecía triscar por las praderas, se sentía casi el olor del heno»; las figuras «estaban todas hablando, no les faltaba más que moverse». En fin, el señor de Anguita creía que su galería podía competir con las mejores de Madrid.

La curiosidad de Matildita estaba fuertemente excitada al verme salir temprano de casa y no volver hasta la noche, pues la mayor parte de los días almorzaba de prisa y corriendo en un café. En la tertulia de Anguita ya empezaban a correr bromas sobre mis desapariciones misteriosas. Excusado es decir que la que más preocupada andaba con ellas era Joaquinita.

El conde se mostró sumamente fino y deferente. Me dijo que recordaba haberme visto en casa de Anguita, aunque no había tenido el honor de cruzar la palabra conmigo. Se informó de mi patria, de mi edad y profesión, mostrando un interés que me sedujo tanto como me sorprendió.

Pepita encendió una bujía y la fue acercando a cada uno para que le viésemos bien, mientras el señor de Anguita, que traía constantemente las manos atrás, separaba de vez en cuando la derecha para señalarnos los primores de ejecución que abundaban en casi todos.

Desde que en la tertulia de Anguita se supiera que era poeta, no sólo las niñas de la casa, sino cuantas tertulianas allí acudían, se creyeron con derecho para exigir de que llenase con versos aquel malhadado reverso.

Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices. Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista.

No me dejó hasta la puerta y me prometió enterarse de todo, «porque sacar algo de estaba visto que era imposible». Tomé, al fin, el camino de la calle de Argote de Molina. Según me acercaba a ella, se iba desvaneciendo la negra bruma de odio y de tedio que la desvergüenza del malagueño y la fatuidad de la de Anguita habían echado en mi espíritu.