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Un joven del mejor tono fue más asiduo y mañoso, y Adela abrazó por fin las reglas del gran mundo: el joven era orgulloso, y entre el cúmulo de adoradores de camino trillado parece despreciar a Adela; con mujeres coquetas y acostumbradas a vencer, rara vez se deja de llegar a la meta por ese camino. ¡Adela no quería faltar a su virtud!... ¡pero Eduardo era tan orgulloso!

¡Oh? , ... el recuerdo... y el agradecimiento. ¿No basta eso? Bien, me quedo con ese dinero, aunque sería mejor que los mil reales restantes se los entregases a la señora Adela. Los gastaría en aguardiente. Me rindo, pero con una condición. ¿Cuál? Ven mañana a almorzar conmigo. Meditó durante un momento Amparo, y contestó: Vendré. Afortunadamente es domingo. Y saludándome alegremente, escapó.

He encontrado en su beso toda el alma de una madre, y este descubrimiento me hubiera causado alegría, si yo aun hubiese sido capaz de sentirla. ¿Por qué Adela nos ha abandonado cuando íbamos a ser tan felices? Yo , Eduardo, por qué nos ha abandonado. Porque no era a a quien amaba. 11 de junio.

Sol, voy ahora a su casa a pedirle permiso a doña Andrea. ¿Te parece, Lucía que invitemos a Adela y a Pedro Real? ¡Upa, Ana, upa! Allá tengo unos inditos en el pueblo que te van a dar asunto para un cuadro delicioso. ¿Vamos, doctor? acarició Juan una mano de Ana, besó la de Lucía, con un beso que la regañaba dulcemente y salió al corredor, hablando como muy contento, con el médico.

Adela me escuchaba con emoción, porque sus mejillas estaban muy animadas, pero en vano he tratado de encontrar su mirada. La señora Adelaida sonreía al principio, pero después su fisonomía ha adquirido un carácter más grave.

Gastón no es un hombre del pueblo, oscuro y pobre; el esposo, el único esposo que conviene a mi estado y a mi indigencia.» «Gastón será el esposo de Adela, he dicho yo. Es una reparación que te debe la Providencia. Yo pagaré la deuda de la sociedadYo le he dicho, Eduardo, y lo juro por mi honor, que es preciso que ese deseo se cumpla.

6 de mayo. Las conveniencias sociales me prescriben ver, al menos, a Eudoxia. El corazón me lleva hacia su tía. Las he visto. He visto a Adela también. ¡Qué digo, ay! no he visto más que a Adela.

He aquí lo que me han dicho en el castillo de Valency; ¿por qué no habría de comunicártelo fríamente?... La tal Adela me ha engañado; así, al menos, me lo han dicho. ¡Desgraciado de ! Es imposible dudarlo, pero también buscarías algunos razonamientos para no creerlo.

¡Al campo! ¡al campo! Todos van al campo. Todos, , todos. Adela y Pedro Real, Lucía y Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las personas mayores que por no influir directamente en los sucesos de esta narración no figuran en ella. ¡Al campo todos! El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana abría los ojos, que a Sol arrodillada al borde de su cama fue lo primero que vieron.

Ponga usted precio a su secreto, la dije desentendiéndome de su observación, y entrando de lleno en mi objeto. Es usted muy joven, me dijo, para que pueda haber perdido una hija de la edad de Amparo; sin embargo, pudiera ser que algún amigo hubiera a usted encargado le buscase una niña perdida. Y la Adela me miraba de una manera fija, escudriñadora. ¿Se obstina usted en no confiarme?... la dije.