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Actualizado: 1 de junio de 2025
¡¡Huaya, homia!! Conciertos de piano y violin, de guitarra y acordeon, alternan con el chocar repetido de bastones de las lecciones de esgrima.
Cuando estuvo acabado, Allen se sentó varias veces en la parte de afuera de la pared agujereada por nosotros a tocar el acordeón, y con el dedo untado en alquitrán fué tapando las rendijas que podían verse. Ya hecho este primer camino, discutimos entre los tres una cuestión importante: la manera de cruzar el pantano de la orilla. Por él, según decían, era tan imposible andar como nadar.
Ni Zalacaín ni Bautista vieron al cura. Sin duda éste no se presentaba más que en las circunstancias graves. Como era natural entre tanta gente inactiva, se pasaron las horas al lado del fuego hablando y contando diversos episodios y aventuras. Había en la partida un muchacho de Tolosa, muy melancólico, cuyas únicas ocupaciones eran mirarse a un espejito de mano y tocar el acordeón.
Cuando el acordeón, como una isoca que se encoge, se replegó ondulante emitiendo su gorjeo final y los guitarristas rasguearon sobre las cuerdas como en un pizzicatto decreciente y sonaron los aplausos y aquel «cinturón ardiente» se corrió por la cintura como una culebra que se desliza, y Melchor se inclinó en una graciosa reverencia sobre la rubia, el hermano de ésta avanzó resueltamente y sin calcular la impresión que provocaba en todos, la tomó del brazo diciéndole que era hora de retirarse, al mismo tiempo que hacía una seña a la otra hermana sentada con Lorenzo bajo el farol de la pared del fondo.
Al parecer, don Jorge escuchaba con apacible fruición; pero se interesó especialmente por la suerte de As-quiles, como el Inocente persistía en denominar a Aquiles, el de los pies ligeros. De este modo, con poca comida, mucho Homero y el acordeón, transcurrió una semana que con paciencia soportaron los fugitivos.
Prefería, acompañándose de un acordeón que no le abandonaba, cantar canciones sentimentales de su país. Al año conocía yo a toda la gente pontonera. Había algunos viejos confinados que tenían una industria curiosa. Consistía ésta en hacer un agujero en el pontón y vendérselo al que pagara más. Estos agujeros debían salir entre el nivel del agua y la galería baja, lugar vigilado de noche y de día.
Al salir de la casa había cerrado ya la noche, y toda la vida del antiguo campamento parecía reconcentrarse en el boliche. Su doble puerta extendía sobre el suelo dos rectángulos rojos, que eran la iluminación más fuerte del pueblo. Los parroquianos venerables bebían de pie junto al mostrador, un español tocaba el acordeón y otros trabajadores europeos bailaban con las mestizas valses y polcas.
Hasta a los gringos de las balleneras se les cae la baba cuando canta usted. Los resuellos chillones del acordeón habrían seguido, junto con los gemidos de la guitarra, si las músicas militares no hubiesen anunciado que la columna, formada ya, se ponía en marcha a lo largo del muelle.
Don Baldomero, acentuando más su sonrisa paternal, abrió una gaveta de su mesa y sacó un objeto envuelto en papeles. «Y le compré esto... Es un acordeón. Pensaba dárselo cuando lo trajerais a casa... Verás qué instrumento tan bonito y qué buenas voces... veinticuatro reales». Cogiendo el acordeón por las dos tapas, empezó a estirarlo y a encogerlo, haciendo flin flan repetidas veces.
Los misioneros y los exploradores solían tocarles el acordeón a los antropófagos africanos, a fin de ver si eran civilizables; pero utilizar el mismo procedimiento para contrastar la bondad alemana, francamente, me parece algo ofensivo. Los alemanes son tiernos, son dulces, son musicales y lloran en el cinematógrafo.
Palabra del Dia
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