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Actualizado: 9 de junio de 2025
Vicenta, la vieja criada del tío, fue quien abrió la reja que obstruía la escalera. Juanito era el único pariente del señor a quien toleraba la vieja sirvienta. Le saludó con una sonrisa de su boca obscura y desdentada, y como de costumbre, no preguntó por su mamá ni sus hermanas. Aborrecía a aquellos parientes del amo, sabiendo la poca estima en que éste los tenía.
Soltero siempre, porque no había sentido nunca el amor, porque su alma de plomo, por decirlo así, no podía sentirle, se casó cuando era viejo con el único objeto de tener un hijo á quien transmitir su nombre, un hijo que impidiese que sus Estados pasaran á sus parientes bilaterales, á quienes aborrecía lo más cordialmente posible; entonces se encaminó á la casa del conde de Haro, condestable de Castilla, hombre viejo, tan duro y tan excéntrico como él, y que por una casualidad se había casado joven, y le dijo: Amigo don Iñigo: los médicos me dicen que cuando más, cuando más, puedo prometerme cuatro años de vida.
Aunque aborrecía a Granate, la molestaba que se le mortificase en su presencia, sobre todo si era por su causa; sin perjuicio, por supuesto, de que ella le diese a cada momento descomunales desaires; pero entendía, y no le faltaba razón, que los desdenes de la mujer que se ama, si causan dolor, no resqueman como las burlas.
Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen; todo raciocinio la llevaba a pensar en sus desgracias; el caso era no discurrir. Y a ratos lo conseguía. Entonces se le figuraba que lo mejor de su alma se dormía, mientras quedaba en ella despierto el espíritu suficiente para ser tan mujer como tantas otras.
El viejo duque y el unigénito, adolescente de veintiún años, pasaban los inviernos en Madrid, ciudad que ella aborrecía, sobre todo por el sol. Le gustaban los cielos grises y la luz cernida.
«¡Que no lo maten!», gritó una buena alma en los tendidos; y como si estas palabras reflejaran el pensamiento de todo el público, una explosión de voces conmovió la plaza, al mismo tiempo que millares de pañuelos aleteaban en los tendidos como bandas de palomas. «¡Que no lo maten!» En aquel instante, la muchedumbre, movida por confusa ternura, despreciaba su propia diversión, aborrecía al torero con su traje vistoso y su heroicidad inútil, admiraba el valor de la bestia, y sentíase inferior a ella, reconociendo que, entre tantos miles de racionales, la nobleza y la sensibilidad estaban representadas por el pobre animal.
Mientras sentía irritarse más sus celos y sangraba dolorosamente su corazón a tan odioso recuerdo, oyó muy cerca los precipitados pasos y la voz de aquel mismo hombre a quien de tal modo aborrecía. -Señor murmuró Delaberge, tenga la bondad de concederme un momento. Volvióse Simón y una llamarada de odio brilló en sus ojos; supo, sin embargo, contenerse.
Cuando la melindrosa de su hermanita los oía, ¡santo Dios!, en seguida iba corriendo a llevar el cuento a su padre. «Papá, Alfonsito está diciendo cosas...». Y D. Francisco, que aborrecía los lenguarajos, gritaba: «Niño, ven aquí pronto.
Aborrecía a los señoritos; le gustaban los hombres con sombrero pavero, y si llevaban zajones, mejor; pero muy hombres, oliendo a cuadra y a macho sudoroso.
Aunque á muchas mugeres requestaba, Y á su gusto y mandado las tenia, A una mas que á todas él amaba, Que en hermosura á todas excedia. Por esta de muy muchos se celaba, Por esta á todo el mundo aborrecia, Por esta tuvo orígen su locura, Por esta feneció su desventura.
Palabra del Dia
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