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Ese monumento me hizo fijarme en una observacion curiosa que he podido repetir en muchos lugares de España. Los Franceses, invasores y sacrificadores en la época del primer imperio, son muy simpáticos en España; en tanto que los Ingleses, que le ayudaron al pueblo español á rechazar la invasion, no gozan de simpatías en la península. ¿De qué depende ese contraste al parecer injusto?

Los que tienen motivos sobrados para estar quejosos, apenados y tristes no somos, ciertamente, los que tenemos la conciencia libre de terrores fantásticos y a nuestro alcance la ciencia, que es el poder de hacer milagros efectivos, sistema Edison, Röntgen, Marconi, etc., etc., sino los fabricantes de terrores y milagros imaginarios, los sacrificadores de la verdad humana a la verdad divina, los ayer omnipotentes fulminadores de las iras y de las venganzas del Todopoderoso, hoy expulsados como leprosos mentales de la nación más adelantada de la Europa, y sin poder defenderse, porque aquella arma formidable con que gobernaron al mundo hasta el siglo XVIII la excomunión está reducida por el progreso de la razón humana al modesto rol de carabina de Ambrosio.

Carlos allá se iba; de modo que armaban una especie de coro de sacerdotes, en el cual descollaba la voz de Sofía como una sacerdotisa a quien van a llevar al sacrificio. Todas las piezas que se cantaban eran, o si no lo eran lo parecían, de sacerdotes sacrificadores y sacerdotisa sacrificada. En los días de paseo solían merendar en el campo.

Hay sacrificios de jóvenes hermosas a los diéses invisibles del cielo, lo mismo que los hubo en Grecia, donde eran tantos a veces los sacrificios que no fue necesario hacer altar para la nueva ceremonia, porque el montón de cenizas de la última quema era tan alto que podían tender allí a las víctimas los sacrificadores; hubo sacrificios de hombres, como el del hebreo Abraham, que ató sobre los leños a Isaac su hijo, para matarlo con sus mismas manos, porque creyó oír voces del cielo que le mandaban clavar el cuchillo al hijo, cosa de tener satisfecho con esta sangre a su Dios; hubo sacrificios en masa, como los había en la Plaza Mayor, delante de los obispos y del rey, cuando la Inquisición de España quemaba a los hombres vivos, con mucho lujo de leña y de procesión, y veían la quema las señoras madrileñas desde los balcones.

Se ha dicho que "la mente del hombre se impregna de los materiales con que trabaja como las manos del tintorero con los colores que manipula". Y, en efecto, los verdaderos endemoniados no fueron los sacrificados por tales, sino los sacrificadores; no las histéricas y los escépticos que perecieron en las llamas, inculpados de posesión o de sugestión diabólica, sino sus jueces, los investigadores de la eternidad macabra, los eruditos en suplicios eternos, los tétricos doctores en demonología, compenetrados por el ambiente de horrores en que residía su espíritu; ellos anticiparon el infierno en la tierra con la tortura y la hoguera, la delación y la traición, porque el hábito embota la sensibilidad; el eterno pensar y representarse los suplicios sobrenaturales los había insensibilizado para los dolores propios o ajenos, porque el ambiente es el alfarero de las acciones humanas, pues, como ser vivo, el individuo es un producto de la naturaleza y del medio social.