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Por Romualda, a quien hallamos una mañana subiendo casi a gatas la empinada escalera de una casa de la calle de la Ruda, supimos que López llevaba con poca resignación su desgracia. Romualda subió tanto y tanto, que una noche la hallaron detenida en el peldaño octogésimo. Estaba prosternada, como besando la escalera. Tanto subió que sin pensarlo había llegado al cielo. López fue al hospital.

Se aisló completamente; muy pronto ni siquiera quiso tolerar junto a ella a su amigo, y le cerró la puerta. Se consideraba criminal. Sus angustias la llevaron a un confesor, la arrojaron en los brazos de la iglesia católica. Desde entonces se la ve prosternada delante de un crucifijo, arrodillada a la puerta de las iglesias, desgranando su rosario, con la frente sobre las piedras...

Y él creyó que envilecida vendiera a otro amor mi fe. No, jamás,... la pompa, el oro, guárdelos el Conde allá; ven, trovador, y mi lloro te dirá cómo te adoro, y mi angustia te dirá. Mírame aquí prosternada; ven a calmar la inquietud de esta mujer desdichada; tuyo es mi amor, mi virtud... ¿Me quieres más humillada? JIMENA. ¿Qué haces, Leonor? LEONOR. Yo no ... alguien viene.

Su nariz relucía a la luz del sol como una guindilla. La misa era larga y pesada. Andrés no lo advirtió. Mientras el sacerdote oficiaba y la muchedumbre atendía prosternada, sus ojos apenas se apartaban de los de Rosa, que muy a menudo los volvía también hacia él, húmedos y extáticos. El sitio que ocupaban era muy agradable. Descubríase desde allí todo el hermoso valle de Marín.