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LEONOR. No, no tengo nada ... mas temo vuestro furor. ¿Quién dijo, Manrique, quién, que yo olvidarte pudiera infiel, y tu amor vendiera, tu amor, que es sólo mi bien! ¿Mis lágrimas no bastaron a arrancar de tu razón esa funesta ilusión? MANRIQUE. Harto tiempo me engañaron. Demasiado te creí mientras tierna me halagabas y pérfida me engañabas. ¡Qué necio, qué necio fui!

Y siempre esperando compradores fantásticos que vendrían de Inglaterra, de Francia, de no dónde, para hacer ferrocarriles y obras de riego y qué yo cuántas cosas más. Yo, que estoy por lo positivo, le decía: «Vende, Ricardo, vende». Sólo pude lograr que vendiera unos terrenos. Le pagaron una barbaridad. Y nos fuimos a Europa.

Y él creyó que envilecida vendiera a otro amor mi fe. No, jamás,... la pompa, el oro, guárdelos el Conde allá; ven, trovador, y mi lloro te dirá cómo te adoro, y mi angustia te dirá. Mírame aquí prosternada; ven a calmar la inquietud de esta mujer desdichada; tuyo es mi amor, mi virtud... ¿Me quieres más humillada? JIMENA. ¿Qué haces, Leonor? LEONOR. Yo no ... alguien viene.

Y ahora, si sus instrucciones se lo permiten, déjeme usted solo. ¡Buenas noches y gratos sueños! exclamó el rufián. La luz desapareció y el ruido de los cerrojos y después los sollozos del Rey. Se creía solo. ¿Quién podía oírle y mofarse de su llanto? No me atreví a hablarle. Podía escapársele una exclamación de sorpresa que nos vendiera.

Se pagaba muy poco de que no se acordasen de él para invitarle a un baile particular, o a una tertulia de más o menos tono; pero que nunca hubiera para su nombre un hueco en las candidaturas de concejales; que no se le agregase jamás a una comisión de respeto que había de representar ciertos intereses del pueblo en el Gobierno de la provincia, o en Madrid, o ante el Municipio mismo de la villa; que no se buscase, ni aun se tolerase de buena gana, su opinión en tal cual corrillo formado en la plaza por personas de importancia, en que no entraba él sino a fuerza de brazo, como quien dice, o poco menos; que se le tuviera, en fin, por un tabernerillo de tres al cuarto, cosa era que le hacía perder su serenidad habitual, y le ponía a pique de echarlo todo a trece, aunque no lo vendiera, y largarse a otro terreno menos ocasionado a esas «miserias de aldea». Pero Simón, que no era tan insensato como su mujer, guardaba estos sentimientos en el fondo del pecho, y, entretanto, iba ocupándose en adquirir alas con que volar.

También son notados de ladrones, y es verdad que roban cuanto pueden, pero a ello les obliga la necesidad; ellos apetecen cuanto ven, y mucho más lo que no hay dentro de los pueblos, y como lo desean y no tienen cómo comprarlo, y aunque tuvieran no hallarían quien se lo vendiera, no conociendo otro modo de adquirirlo, roban, si hallan ocasión.

Entonces Ramiro, doblando ante ella la rodilla, tomole con frenesí ambas manos, y mirándola fijamente en los ojos, la pidió que ayudase sus designios y que, por amor de Dios, no vendiera el solar; que pensase en la impresión que produciría en el ánimo de don Alonso y de su hija aquel acto menguado.

Levantó la voz, gritando que aquello ya le aburría, que tales preguntas denotaban desconfianza, que ahí estaban las firmas de todos autorizando la venta de las propiedades, ejecutada de orden del juez; en suma, que si tenía tanto apuro en recibir su parte, la comunicaba que esto no podía ser, hasta que no se vendiera la casa en que vivían. ¡También ésta! exclamó Casilda.