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Aquí llegaba Tiburcio en su singular perorata, cuando salió de la iglesia un viejo venerable, ricamente vestido, como muy principal hidalgo que era. Y parándose delante de Morsamor y mirándole de hito en hito con jubilosa sorpresa, le dijo: Sois, señor, el vivo retrato, no si de vuestro padre o de vuestro abuelo, a quien conocí y traté hará ya medio siglo, pero cuya imagen está grabada en mi memoria con rasgos indelebles. Le debí primero franca, leal y cariñosa amistad y después, la vida. Yo me llamo Duarte y soy hijo del heroico Pedro de Mendaña, quien después de la batalla de Toro se mantuvo tanto tiempo en el castillo de Castronuño, contra todo el poder de Castilla. Un valeroso aventurero de aquella nación, cuyo nombre era como el vuestro Miguel de Zuheros, y cuyo sobrenombre de guerra era también Morsamor, fue en aquel castillo mi constante compañero de armas. Audaces correrías hicimos a menudo en el país enemigo. Talamos sus panes, saqueamos alquerías y granjas y volvimos no pocas veces a nuestra fortaleza cargados de botín riquísimo. En una de estas excursiones, que no olvidaré nunca, nos cercó gran golpe de villanos armados y de gente guerrera a caballo. Allí me derribaron del mío, asaz mal herido, y allí hubiera muerto yo, si Morsamor no me defiende con extraordinario brío.

Una tarde, sentado sobre una peña en la hondonada que corre entre el Convento de la Encarnación y los muros de la ciudad, Ramiro, dejaba rodar sus pensamientos. Aquel sitio único exaltaba su alma, haciéndole escuchar, en su ilusión, gritos de guerra, suspiros de éxtasis. Jubilosa coloración de oro húmedo brillaba en las colinas.