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Este, sin comprender nada todavía, diole por primera providencia un gran sopapo en la cabeza, y el gorro inflamado rodó por el suelo, dejando al descubierto una calavera monda y lironda, blanca y reluciente como un melón invernizo.

Se quedó adormecida, y medio soñando, medio imaginando voluntariamente, sentía que una criatura deforme, ridícula, un vejete arrugadillo, que parecía un niño Jesús, lleno de pellejos flojos, con pelusa de melocotón invernizo, se la desprendía de las entrañas, iba cayendo poco a poco en un abismo de una niebla húmeda, brumosa, y se despedía haciendo muecas, diciendo adiós con una mano, que era lo único hermoso que tenía; una mano de nácar, torneadita, una monada.... Y ella le cogía aquella mano, y le daba un beso en ella; y decía, decía a la mano que se agarraba a las suyas: «Adiós... adiós...; no puede ser... no puede ser...; no sirvo yo para eso.

De aquellas cosas que eran el tema de sus conversaciones, todavía no conocía Verónica más que lo que había podido columbrar acompañando a su madre, no muchas veces, al paseo, al teatro, o a tal cual visita o reunión de confianza, si no con la librea de colegiala precisamente, con todas sus rozaduras frescas sobre el cuerpo, y todas las cortedades, fingimientos y desentonos a que obliga ese desairado carácter de crepúsculo invernizo: lo que se ve y se sabe de un espectáculo, mirando por los resquicios de la puerta y oyendo los rumores, del concurso, o leyendo mal y de prisa los contradictorios relatos de los obligados cronistas; parvidades y probaduras que sólo sirven para estimular y enardecer los apetitos.