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En una calle que tortuosa con sus aleros la luz estorba; medrosa y lúgubre cuando las sombras de la alta noche la envuelven lóbregas, calle que llaman de la Almanzora, en la opulenta rica paloma de las ciudades, que el nombre roba á la Granada que la blasona, hay una casa, que hoy se desploma, cuyas paredes el viento azota, la lluvia inunda y el sol empolva; abandonada se desmorona, los jaramagos en ella brotan y entre ruinas doliente asoma el arco bello que un tiempo alcoba fué de la linda Leila la Horra.

Hondos suspiros Ataide exhala, que un imposible su sér abrasa, y al dueño hermoso que así le encanta decir no puede sus tristes ánsias; que ella es orgullo, prodigio y gala de la hermosura, la vírgen lánguida, la de las ricas trenzas doradas, ojos de fuego, frente de nácar, la dulce niña, la altiva dama, Leila la Horra, Leila la Hijara. ¡

Por pudorosa y honesta la llaman Leila la Horra, y tambien Leila la Hijara porque su pecho es de roca: y ella, el amor ignorando, de su adolescencia goza, como el naciente capullo que áun no desplegó sus hojas. Pero llegó muy presto su edad florida, pasó su adolescencia dulce y tranquila, y los insomnios encendieron en fiebre sus bellos ojos.

Dejáronles salir y quedaron diciendo que siempre lo temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a buscar; decían entrambos que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero pero no lo era; de ninguna suerte persuadiéronse a ello. Yo saqué mi ropa y comida horra.