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Actualizado: 3 de julio de 2025
Había días, había horas, en que la flacura de las mejillas parecía demasiado grande: todas las líneas del rostro se alteraban, como próximas a desfigurarse; la tez, no iluminada en esos momentos por la llama interior, se ponía lívida, la mirada aparecía velada y casi ciega.
Allí estaba él con los mechones de sus cabellos, ya bastante canos, que salían por debajo de los bordes de su sombrero; mientras los ojos parduscos, acostumbrados á la luz velada de su estudio, pestañeaban como los de la niña de Ester ante la brillante claridad del sol.
Baste saber que, durante veinte años, sobre pocos más o menos, pues no creo que importe mucho una gran exactitud cronológica, el Vizconde no volvió a ver en parte alguna a Rafaela, y ésta, si bien siguió presente en su memoria, fue como imagen aérea y algo confusa, velada como entre nubes de vagos recuerdos y de agradables antiguas emociones.
A propósito de sus lecturas se expresaba con una independencia, un sentido crítico y una vivacidad que encantaban de veras a ese parisiense, acostumbrado a las reticencias prudentes, a las admiraciones convenidas y a las opiniones superficiales del mundo oficinesco en que vivía. Al cabo de una hora de conversación, estaba ya encantado de la señora Liénard y se felicitaba de tan dichosa velada.
Frisaba en los treinta años, era de estatura mediana, cabello castaño, barba cortada en punta y algo clara, bigote retorcido y ojos muy cubiertos con los párpados, lo que daba á su fisonomía un aspecto de firmeza. Cuando estaba callado y su mirada velada se deslizaba imperceptible á través de las pestañas, era imposible adivinar lo que pensaba.
La verdad, velada en la imagen o símbolo, seguirá siempre grabándose mejor en el alma de las muchedumbres, que la verdad, o la teoría que pretenda pasar por tal, expuesta con método didáctico rigoroso. Así la poesía será menos poesía, será menos bella, será más fría y más sin alma; pero podrá ser útil.
En seguida, con voz velada, misteriosa, agregó: Está en palabras harto ascondidas. Declaró entonces que ella no hubiese alcanzado nunca su sentido a no ser la ayuda de un hombre que se hallaba entonces en Avila. Ramiro, al oír aquella última frase, cambió de postura sobre los almohadones, y su mirada expresó una curiosidad impaciente.
Sus ojos, rehusando ver la realidad, miraban en su interior el cuadro que su imaginación inquieta les presentaba. En lugar de aquella sala de teatro, donde florecían hermosas mujeres entre terciopelo rojo, oro y brillantes, tenía la percepción de un cuarto sombrío, de la cama de su padre y bajo la luz velada de la lámpara, inclinado sobre un montón de papeles, de un rostro grave y pensativo.
El joven literato tenía razón. Desde su vestido color malva, hasta sus cabellos de oro ceniciento, todo en la joven era delicado. El timbre de su voz algo velada, acentuaba más el encanto armonioso de su persona; sólo en sus movimientos, se adivinaba la superioridad de su naturaleza fina.
Luis encontraba cada vez más simpático a aquel buen señor, de trato tan llano a pesar de sus millones, y que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados por aquella velada de sufrimientos, conversaban en voz baja, sin que en sus palabras se notara el menor dejo de remoto odio.
Palabra del Dia
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