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Actualizado: 10 de junio de 2025
Cuanta baratija inútil caía en sus manos, cuanto objeto rodaba sin dueño por la casa, iba a parar a unas cajitas que ella tenía en un rincón a los pies de su cama. ¡Y cuidado que tocara nadie aquel depósito sagrado!... Si Alfonsín se atrevía a poner sus profanas manos en él, ya tenía la niña motivo para estar gimoteando y suspirando una semana entera... Estos hábitos de urraca parecía que se exacerbaban cuando estaba más delicada de salud.
Como la casa tenía capilla, salía poquísimas veces, y esas en coche. Guardaba todo el oro, que llegaba a sus manos, en los parajes más ocultos del desván o de la huerta. Algunas veces por esta avaricia, o más propiamente por esta manía de urraca, la casa se vio en verdaderos aprietos: consintió en que su hijo pidiera a préstamo algunas cantidades antes que desenterrar las peluconas.
Las fiestas reales, en que con mayor o menor lucimiento se han lidiado toros para solemnizar algún suceso fausto y aumentar el regocijo público, están mencionadas en el libro del señor conde con escrupulosidad y con prueba de documentes fehacientes, desde las que hubo en el año de 1144 en León para celebrar las bodas de doña Urraca, hija del rey Alfonso VII, hasta las que hubo en Sevilla en 1877 para obsequiar al rey D. Alfonso XII.
Ya, ya... dijo el dominico, sonriendo con guasa . Has buscado en esta urraca a Diógenes; has creado tu Diógenes, el cínico, el que hablaba con claridad odiosa, y para que nada falte, le has encerrado en su tonel. Y tú, ¿qué eres: socrático, platónico, peripatético, sofista?
No tardamos mucho en descubrir la causa: una gran urraca estaba posada sobre la repisa, en la bóveda de la chimenea, sumida en un silencio sepulcral que contrastaba singularmente con su anterior volubilidad. Aquella voz fue la que oímos desde el camino, y nuestro amigo no era responsable de la descortesía.
Pues claro... con vestidos de cierto color.... Frígilis encogió los hombros. Pero mis semillas, mis semillas ¿quién me las ha echado a rodar? El gato, ¿qué duda tiene? el gatito pequeño, el moreno, el mismo que habrá llevado el guante a la glorieta... ¡es lo más urraca!... En la pajarera de Quintanar cantó un jilguero.
La chiquilla que se presentó acto continuo dando saltitos como una urraca tampoco tenía gran cosa de árabe. Representaba unos trece años, aunque después supe que contaba diez y ocho, y era de una estatura inverosímil: poco más de un metro levantaría del suelo. Con esto, la carita redonda y no desgraciada, los ojillos vivos y a medio cerrar, los ademanes resueltos y petulantes.
No hace mucho dijo, subí por la colina, y maldito sea mi pellejo, si no hablaba con una urraca que se ha posado sobre sus pies. Charlando como dos querubines, daba gozo verles allí tan graciosos y desenvueltos.
No me lo diga usted dos veces... Está a su disposición... ¡vaya una alhaja! ¿Sí? Pues me lo llevo... mire usted que yo soy una urraca.... Y sí que era una urraca, como que así la llamaba doña Paula: la urraca ladrona. Donde hacía estragos era en los comestibles. Llegaba a casa de una vecina riendo a carcajadas. ¿Sabes lo que me pasa?
Como a unos tres cuartos de legua, en la dirección de Villatoro, habitaba, durante el verano, Urraca Blázquez de San Vicente, con sus dos hijos varones. El marido, Felipe de San Vicente, Comisario del Santo Oficio e individuo del Consejo de las Ordenes, pasaba la mayor parte del año en Madrid. Los dos mancebos eran el azote de aquel rincón de la sierra. Andaban siempre juntos y se aborrecían.
Palabra del Dia
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