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Cuanta baratija inútil caía en sus manos, cuanto objeto rodaba sin dueño por la casa, iba a parar a unas cajitas que ella tenía en un rincón a los pies de su cama. ¡Y cuidado que tocara nadie aquel depósito sagrado!... Si Alfonsín se atrevía a poner sus profanas manos en él, ya tenía la niña motivo para estar gimoteando y suspirando una semana entera... Estos hábitos de urraca parecía que se exacerbaban cuando estaba más delicada de salud.

Ya que les sobra el dinero, ¿por qué en vez de emplearlo en cosas inútiles y de puro aparato, no lo regalan a los pobres? ¿acaso para vivir, lo que se llama vivir, se necesita de estas faramallas? ¡Si aquí no se puede andar con libertad, entre tanta baratija! ¿sabes?

Traía a la niña diariamente alguna baratija, para ella desconocida hasta entonces, ya un cromo, ya una fotografía, ya lindas flores, ya números de periódicos ilustrados, ya novelas de Fernán Caballero o de Alarcón; y las graciosas chucherías que por las puertas de la anticuada casa se entraban, como partículas de la vida moderna, eran otras tantas bocas encomiadoras del dadivoso.

Y aunque así no fuera: ¿De qué valían las glorias y loores del mundo, de este «nido de hormigas», como lo apellidaba el inspirado religioso? ¿No era, acaso, todo ello castillo de cañas para el fuego de la muerte? ¿Qué más valía el paso de un hombre sobre la tierra?... Cualquier frágil baratija duraba más que su dueño.