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Actualizado: 3 de mayo de 2025
El coche era un faetón tirado por seis mulas rojas que habían sido adquiridas por don Germán en diversas ferias de España. No poco trabajo y dinero le había costado juntarlas tan iguales. Pero ahora este soberbio tiro causaba la admiración de los transeúntes, cuando enjaezado a la calesera con madroños verdes entraba por las calles de Madrid.
Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los transeuntes, que se disputaban los papeles.
Para sacarlo a beber lo llevaban siempre del diestro, y aun así el indómito bruto iba tirando saltos y coces, poniendo en conmoción a los transeúntes.
Ambos, con paso rápido y resuelta actitud, se dirigieron hacia él. Lleno de terror, huyó precipitadamente. Corrió a través de la niebla enloquecido, jadeante, atropellando a los transeúntes, tropezando con los faroles, los caballos, los coches. Se detuvo en una ancha avenida, que le costó mucho trabajo reconocer. Todo se hallaba alrededor desierto y silencioso. Caía una menuda lluvia.
Además sentía vergüenza; aquello había sido como lo de ser literata, una cosa ridícula, que acababa por parecérselo a ella misma. No osaba pisar la calle. En todos los transeúntes adivinaba burlas; cualquier murmuración iba con ella, en los corrillos se le antojaba que comentaban su locura. «Había sido ridícula, había hecho una tontería»; esta idea fija la atormentaba.
Los transeúntes principiaron á formar corro, y alguno llegó á inclinarse con curiosidad para ver si el caído estaba difunto ó simplemente desmayado. Levantóse, porque aquella curiosidad impertinente le molestaba tanto como el rumor que de la Fontana salía, y se alejó de allí, dirigiéndose á la Puerta del Sol.
Llevé la mano al sombrero y busqué con la vista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En su lugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevaba colgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre con una campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría de los transeúntes iban depositando algunas monedas.
Por la noche tornó a salir y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta a reunirse la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritándole con energía: Adelante, adelante. ¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes no podían escucharle!
Hallamos pocos transeuntes en nuestro tortuoso camino, y cuando llegamos a las murallas se oía todavía el tañido de las campanas que daban la bienvenida al Rey. Eran las seis y media y no había obscurecido aún. Mano al revólver me dijo Sarto al acercarnos a una puerta. Si el guarda se da por entendido hay que cerrarle la boca para siempre. Empuñé mi arma.
En su lugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevaba colgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre con una campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría de los transeúntes iban depositando algunas monedas.
Palabra del Dia
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