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En un canapé de paja y sentada entre la chimenea y la alcoba, hay una mujer que parece joven a pesar de sus treinta y cinco años cumplidos. Aún conserva su talle la esbeltez de la niña de quince años, y sus ojos negros, la vivacidad y expresión de tiempos pasados.

Ambéres se sentia como estrangulada por sus murallas y fortificaciones, sin poder salir de su viejo carapacho de guerra, porque las necesidades sofísticas de la política exigian la subsistencia de ese elemento de defensa nacional.

Y á esto había que añadir cerca de dos millones que llevaba ganados con sus viajes desde el principio de la guerra. ¡Estoy podrido de dinero! dijo el capitán.

A estas insufribles molestias se unió el frío. Sus pies desaparecían en el agua, y desde lo interior del cañón de ladrillo venía un aliento glacial que le empujaba hacia afuera. ¿Qué haría? Determinose entonces en él ese fenómeno de observación retrospectiva que suele acompañar a las situaciones de gran perplejidad.

Quedaron los Emperadores contentísimos con la no esperada embajada y ofrecimiento de los Catalanes, á su parecer tan importante á sus intereses, porque entendieron que aquellos mismos, que se les venían á ofrecer, eran los que con tanto espanto y temor de toda Italia ganaron y sustentaron el Reino de Sicilia.

Ambos evitaban que en sus conversaciones surgieran ciertos nombres; pero una noche se habló, no por qué, de Juanito Santa Cruz. «Anda dijo Fortunata , que ya se habrá cansado otra vez de la tonta de su mujer. A bien que ella se tomará la revancha...». No lo creo... Pues yo ... afirmó la prójima fingiendo convicción . ¡Bah!

Y esta devoción de mi hijo y sus allegados me compensa de todas mis vilezas: hasta de las numerosas bofetadas que llevo recibidas por mis atrevimientos... Yo quiero que mi Feliciano, el hijo del bohemio y de la gorrera despedazada en el hospital, sea rico, muy rico; y por esto, sólo por esto, me he alistado en la cruzada al Nuevo Mundo.

Paca, puedes principiar dijo el guapo sentándose de nuevo. No quiero replicó ésta. ¡Vaya una simpleza, hacer bailar á una mujer á la fuerza! Vamos, Velázquez, déjala. Otro día será manifestó el señor Pepe. Y todos los demás unieron sus ruegos á éste.

Señor de Pierrepont, no realmente cómo darle las gracias por sus bondades conmigo... No hacen más que principiar, señorita... ¡si usted tiene a bien alentarlas! Pues bien, las aliento... ¿Continuará usted visitándome después de casada? Todos los días, si me lo permite usted.

Su espíritu, impresionado primero por la sublime presencia del océano, y ahora por la dulce poesía de aquel lago, se despegaba con tedio de la vida torcida y artificiosa que acababa de dejar, de sus placeres mentidos y pecaminosos, y se unía con cariño al sentimiento de dicha tranquila que aquel pueblecillo retirado y pintoresco inspiraba.