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Actualizado: 4 de julio de 2025


El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta las orejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denota que á alguien le han dado una buena descompostura: tenía encarnadas las orejas como fraile en visita. Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabado un poco y no atinaba á contestar.

Luisa, muy pálida, y Catalina, con la cabellera gris suelta, se hallaban de pie sobre la paja del trineo. El doctor Lorquin, delante de ellas, paraba los golpes con su sable, y, mientras batía el hierro, les gritaba: ¡Tendedse, con mil demonios, tendedse en el trineo! Pero ellas no lo oían.

Su organización política lo convertía en una horda guerrera educada á puntapiés y sometida á continuas humillaciones para anular la voluntad, que se resiste siempre á la disciplina. Es una nación donde todos reciben golpes y desean darlos al que está más abajo. El puntapié que suelta el emperador se transmite de dorso en dorso hasta las últimas capas sociales.

Ella sorprende esa mirada, y ruborizándose un poco echa para atrás los indomables bucles. Caminan un instante en silencio, uno al lado del otro. La joven baja los ojos y sonríe, como si de pronto se hubiera apoderado de ella la timidez. Franquean los dos la gran puerta cochera sin haber reanudado la conversación. Juan mira a su alrededor y suelta un grito de admiración.

Amparo fue de las más apreciadas, por el sentido que daba a la lectura; tenía ya adquirido hábito de leer, habiéndolo practicado en la barbería tantas veces. Su lengua era suelta, incansable su laringe, robusto su acento.

Alguna palabra suelta, suspiros y lamentaciones del pobre enfermo, eran la única expresión verbal de aquella triste escena, más elocuente cuanto más callada. El médico vino al fin. Cándida, no quiso dejarle de la mano hasta entrar con él en la casa. Era un viejo afable, de la escuela antigua, excelente diagnosticador, tímido para prescribir, y según se decía, poco afortunado.

Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su vencimiento, y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en un átomo, bien así como caballero andante, obligado por la puntualidad y orden de la andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año pastor, y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus compañeros; que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrían como de molde.

El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand!

El suyo y el de Mendoza formaban contraste notable, y quizá en esto consistiera aquella mutua simpatía que a entrambos los tenía sujetos: mientras Miguel tenía a todas horas suelta la llave de la conversación, a Mendoza había que sacarle las palabras del cuerpo con tirabuzón.

Ella era la única que poseía el secreto de mis tristezas; sólo ella sabía darme aliento y ánimo. Frecuentemente me encerraba yo en mi recámara para dar rienda suelta a mis cavilaciones y melancolías. Allí pasaba yo horas y horas. ¿Estás enfermo? me preguntaban las tías. Di que tienes.... «¡Vaya si soy desgraciado! pensaba yo, tendido en el lecho.

Palabra del Dia

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