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De pronto estalló la cólera de Ulises... El oficial holandés, el sabio naturalista, el cantante que se pegó un tiro, y ahora el falsificador de antigüedades... Pero ¿cuántos hombres había en su existencia? ¿Cuántos quedaban aún por llegar?... ¿Por qué no los soltaba todos de una vez?... Freya quedó sorprendida por la violencia del exabrupto. Le daba miedo la cólera del marino.

El Mosco soltaba estos apellidos con cierta unción, entre admirado de su gloria y orgulloso de haber conocido a los que los llevaban, y hacía un mohín de asombro al oír que Maltrana declaraba francamente no conocerlos. Por algo sospechaba que el periodismo estaba en decadencia. La admiración del Mosco se posaba en las más raras cualidades de aquellos genios.

Todo se lo perdonaba de buen grado: que viniese borracho a las tantas de la madrugada, que le empeñase los pendientes, los cubiertos, hasta el capuchón de abrigo; lo que no podía sufrir era que se le viese entrar en casa de una perdida que vivía en la calle de Cerrajerías. Al decir esto la hija del Jubilado soltaba un torrente de lágrimas.

Cuando la fogosa oradora soltaba la sin hueso, pronunciando una de sus improvisaciones, terciándose el mantón y echando atrás su pañuelo de seda roja, parecíase a la República misma, la bella República de las grandes láminas cromolitográficas; cualquier dibujante, al verla así, la tomaría por modelo.

Soltaba un rugido la trompetería al terminar su fórmula el escribano; apoyaba sus puños el barbero en el pecho del neófito, tiraban de él los negros, y caía de espaldas en la piscina con un chapoteo que salpicaba a larga distancia. Desaparecía en el líquido turbio cubierto de vedijas de yeso.

Y a medio vestir corrió a la puerta y abrió a su esposo. Pero no te veo... le dijo dejándose abrazar. El criado se acercó con luz, a punto que él soltaba capa y sombrero. Cuando D. Benigno llegó a la mañana siguiente, se quedó pasmado, y absorto en la mitad del pasillo al saber que el marido de la señora estaba sano y salvo en Madrid y en su casa. El héroe dio un gran suspiro.

A usted se lo digo especialmente, «señor de... tal», y á usted, «señor de... cual» y así soltaba una docena de nombres . Tres semanas que no traen ustedes el estipendio prometido, y así no es posible la instrucción, ni puede procrear la ciencia, ni combatirse con desahogo la barbarie nativa de estos campos.

Y fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y, en cogiendo algún perro en la calle, o en cualquiera otra parte, con el un pie le cogía el suyo, y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota; y, en teniéndolo desta suerte, le daba dos palmaditas en la barriga, y le soltaba, diciendo a los circunstantes, que siempre eran muchos: ¿Pensarán vuestras mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro

Aseguraba que tenía gran semejanza fisionómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo muleta, que no soltaba ni aun en las visitas.

El infeliz deudor hacía de tripas corazón, y poniéndole cara risueña, convidábale a tomar algo; mas el usurero le daba las gracias, y si tenía ocasión le soltaba indirectas tan suaves como esta: «Mire usted que no puedo más. Siempre me está usted diciendo que la semana que entra, y francamente... sentiré verme obligado a dar un paso que...».