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Actualizado: 20 de junio de 2025


El rey repetía palabra por palabra lo que le había dicho Lerma. La reina y el padre Aliaga callaron, porque sabían que en ciertas ocasiones era de todo punto inútil, y sobre inútil, perjudicial, el contrariar á Felipe III. En aquellos momentos, éste se estaba haciendo la ilusión de que era un gran rey.

Ya no era sólo «nuestro poeta»; era el hombre que había gritado: «¡Abajo Guillermo! ¡Mueran los verdugosHasta los niños de las escuelas sabían esto, por haberlo oído á sus profesores, y al encontrar al señor Simoulin se descubrían con veneración, como si viesen pasar la bandera de la patria.

Para darse nuevos ánimos recordaba lo que había oído algunas veces sobre los primeros hombres blancos que atravesaron este desierto. Eran españoles con arcabuces y caballos, guerreros de pesadas armaduras que no sabían adonde les llevaban sus pasos é ignoraban igualmente si la horrible Puna de Atacama tendría fin.

No era yo de su parecer, y creía que, cuando menos, la compañía, por ejemplo, de don Sabas, nos hubiera venido de perlas. Que no y que no, y que ellos sabían muy bien lo que se pensaban. No dije una palabra más sobre el caso.

Naturalmente, bajo el poder de esta mirada investigadora, las niñas del comercio se ruborizaron y los jóvenes dependientes no sabían dónde poner los pies ni las manos, sobre todo las manos. ¿No viene Juanito? preguntó no se sabe quién. ¡Oh, Juanito!

El señorito paseó su mirada de triunfador sobre las aterradas jóvenes, no acostumbradas a tales escenas. ¿Eh?... ¡Allí tenían a un hombre! Las Moñotieso y su padre, que por acompañar a todas partes a don Luis como pupilos de su generosidod «se lo sabían de memoria», se apresuraron a dar por terminada la escena, moviendo gran estrépito. ¡Olé los hombres de verdá! ¡Más vino! ¡Más vino!

Una marcha enorme, anonadadora, en tan pocos días, ¿y para qué?... Los superiores, que sabían lo mismo que ellos, parecían contestar con los ojos, como si poseyesen un secreto: «¡Animo! Otro esfuerzo... Esto va á terminar muy prontoLas bestias, vigorosas, pero desprovistas de imaginación, resistían menos que los hombres.

Cuando ya debía de estar en su casa el temerario, alguno de los que quedaban, decía de repente: Como ese otro.... Y todos sabían que aquel gesto de señalar a la puerta y tales palabras significaban: ¡Fuego graneado! Y no le quedaba hueso sano a ese otro. El Arcipreste no era de los que menos murmuraban.

A pesar de su humilde aspecto, muchas veces, en nuestros combates navales, echaron á pique á los navíos gigantescos, que representaban el valor de una ciudad. Toda guerra resultaba más mortífera y costosa que la anterior. Las madres, al dar á luz á sus hijos, sabían que no fabricaban hombres, sino soldados.

Maltrana, a la escasa luz que aún quedaba en el ambiente, vio llegar a los cazadores. Reconocía su organización recordando los relatos del Mosco. Cada pareja de hombres era una «cuadrilla»; compañeros de vida y muerte, que no se abandonaban en el peligro, que al huir en distintas direcciones sabían por instinto dónde encontrarse, partiéndose con fraternal equidad el producto de la caza.

Palabra del Dia

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