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Actualizado: 9 de julio de 2025
Aquellos payeses vestidos de pana azul, con sus fajas y corbatas de color y sus flores detrás de las orejas, le habían parecido en los primeros momentos figulinas originales creadas únicamente para servir de adorno a los campos, coristas de una opereta pastoril lánguida y dulzona; pero ahora los conocía mejor, eran hombres como los demás, y hombres bárbaros, en los que el roce de la civilización apenas había logrado un leve pulimento, conservando todas las angulosidades cortantes de su rudeza ancestral.
En tanto cuanto el roce con gentes de buena sociedad me permitió conocer la situacion de la clase media en España, pude notar varias cosas: primera, que la juventud literata se deja dominar mucho por la tendencia hácia la metafísica alemana, estéril en un país que, no teniendo discusion libre, lo que necesita es recibir un fuerte impulso en la via económica para agitarse en un gran movimiento que produzca por contragolpe la regeneracion moral.
Era la vergüenza, que hacía arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y aceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, que los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.
El continuo roce con Gabriel hacía germinar en sus cerebros, petrificados por el ambiente tradicional, un musgo de ideas semejante a las microscópicas vegetaciones con que las lluvias del invierno cubrían los contrafuertes berroqueños del templo.
La plaza de Sevilla era la catedral llena de recuerdos, animada por el roce de varias generaciones, con su portada de otro siglo del tiempo en que los hombres llevaban peluca blanca y su redondel de ocre que habían pisado los héroes más estupendos.
Contenta Isidora de esto, comprendió cuánto influye en la formación del carácter del hombre el ambiente que respira, las personas con quienes tiene roce, la ropa que viste y hasta el arte que disfruta y paladea.
Al pasar cerca de mí, no sé si sintió mi respiración o el roce de mi cuerpo contra la pared, porque me era imposible permanecer en absoluta quietud. Estremeciose toda, miró al rincón, y de seguro me vio, es decir, vio un bulto, un fantasma, un ladrón, cualquiera de esos vestigios o imaginarios duendes de la noche, que asustan a los niños y a las muchachas tímidas.
Habituado su oído a los rumores de la noche y a la respiración del mar, buscaba al través de éstos un roce, un indicio de que en aquella soledad había otros seres humanos aparte de él. Pasó mucho tiempo. A la luz del cigarro miró la esfera de su reloj. Las diez. Lejos sonaron ladridos, y Jaime creyó reconocer al perro de Can Mallorquí. Tal vez delataba el paso de alguien aproximándose a la torre.
Se visitaba con los inquilinos de la casa, y con alguna familia de la inmediata, gente muy llana, muy neta; como que a todas las visitas iba la prójima con mantón y pañuelo a la cabeza. En el tiempo que duró aquella cómoda vida volvieron a determinarse en ella las primitivas maneras, que había perdido con el roce de otra gente de más afinadas costumbres.
Como hombre que había cometido una falta una vez, pero que conservaba su conciencia viva y penosamente sensible, merced al roce constante de una herida que no se había cicatrizado, podía suponérsele más á salvo de pecar de nuevo que si nunca hubiese delinquido.
Palabra del Dia
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