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Por ninguna parte divisaba a la gente del pueblo que antes trajera cántaros con agua, y al buscar con ansiosa inspiración en el seco aire una partícula de agua, bebía y respiraba oleadas de polvo abrasador.

Permanecimos sentados más de una hora en ese gran salón, cuyo mismo esplendor respiraba misterio. La señora Percival, la agradable dama patrocinadora y compañera de Mabel, viuda de cierta edad de un cirujano naval, entró donde estábamos nosotros, pero pronto se retiró, completamente trastornada, al tener conocimiento del trágico suceso.

Bien es cierto que sólo su aspecto bastaba para serenar el ánimo más hosco. Era alto, bastante grueso, de rostro radiante, franco y expansivo. Sus rubios cabellos estaban cortados al ras, y tenía bigotes de puntas retorcidas, una boca bien dibujada y dientes blancos, que una risa franca y natural enseñaba a menudo. Toda su persona respiraba alegría y amor a la vida.

Hubo un momento de silencio: Simoun contemplaba su aparato y Basilio apenas respiraba. De manera que mi concurso es inútil, observó el joven. No, usted tiene otra mision que cumplir, contestó Simoun pensativo; á las nueve la máquina habrá estallado y la detonacion se habrá oido en las comarcas próximas, en los montes, en las cavernas.

Al fin se llegáron á la primera casa del lugar, que tenia trazas de un palacio de Europa; á la puerta habia agolpada una muchedumbre de gente, y mas todavía dentro: oíase resonar una música melodiosa, y se respiraba un delicioso olor de exquisitos manjares.

Aquel marido, tan vilmente ultrajado, sin querer darse cuenta de ello, respiraba con delicia el aliento de su esposa, y vivía de la sombra de su vida. Todavía más; vivía de la esperanza de perdonarla.

He ahí lo que yo decía, sin poder acumular suficiente vergüenza e ignominia sobre la cabeza de la vieja. Y luego tuve conciencia de que me dejaba llevar de un furor indigno. Pero sentía que eso me desahogaba, respiraba más libremente y, cuando vi, tirada en el suelo, a la pobre Ifigenia a quien yo había maltratado, fui a recogerla.

No respiraba Doña Paca sin permiso de la tirana, quien para los más insignificantes actos de la vida, tenía no pocas órdenes que dictar a la infeliz señora. Esta llegó a tenerle un miedo infantil; se sentía miga blanda dentro de la mano de bronce de la ribeteadora, y en verdad que no era sólo miedo, pues con él se mezclaba algo de respeto y admiración.

Y la atmósfera de pasión que ella respiraba en casa de las Aliaga, la abuela reaparecida en el claror de la luna, la dolorosa idea de su padre suicida por amor, todo seguía atrayendo sobre ella una impalpable influencia. Una especie de ingenuidad pura, algo como deseo sobrenatural, se infundía en Adriana por la idea de que su corazón se apasionaba.

La carta, que al cabo recibió, venía en un sobre pequeño, escrito con magnífica letra inglesa, la letra que se enseñaba en el convento de Vergara; su contenido no era largo ni expresivo, pero respiraba modestia y candor: llamábale en el comienzo «apreciable Miguel» y se despedía como «segura servidoralo cual le hizo reír.