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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Doña Gertrudis, esposa del señor don Mariano de Elorza, dueño de la casa en que nos hallamos, está sentada, o por mejor decir, recostada en un sillón al lado de Isidorito. Aunque no pasaba de cuarenta y cinco años de edad, representaba casi tantos como su marido, que frisaba ya en los sesenta.

Miré por él, latiéndome el corazón y temblándome todo el cuerpo; y la vi, allá en el fondo y en el mismo desaliño en que yo la había dejado en mi despacho, recostada en un sillón; el rostro, descolorido; los ojos, enrojecidos y secos; la mirada, perdida en el cúmulo de los pensamientos; la expresión, de honda tristeza, y las manos, abandonadas sobre el regazo. ¡Qué dolor!... ¡y qué corazón había elegido para anidar! ¡Y todo aquel estrago era obra mía; de mis maldades, de mis escándalos!

Tanto para dedicarse a estos pensamientos, María Teresa buscaba la soledad, cuanto para huir de su prima, cuyas observaciones la horripilaban, porque acentuaban el lado snob que lamentaba encontrar en Huberto. Un día que la joven volvía de un largo paseo, encontró a Diana leyendo en el salón, recostada sobre un diván. Esta al ver entrar a su prima la recibió con una risa burlona.

En esos tesoros hace muchos siglos que faltaban dos inestimables joyas, que andaban todavía en manos de los hombres; la una era la mesa de Salomón, hecha de una sola esmeralda, y la otra, y más preciosa, que era el collar de perlas, que, conservado en tu ilustre familia, lo llevaba ayer en su cuello de cisne por regalo de boda la bellísima Híala, que en sueño profundo se encuentra recostada en ese riquísimo lecho.

El señor de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la señora de Maurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una paciencia y asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunos instantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atención distraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estaba recostada y,

La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole: Venga para acá... venga el santo... el bueno... ¡Señora! exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando: Un abrazo... así... fuerte... ¡muy fuerte! y rompió a llorar.

Levantó el pesado cobertor de lana que tapaba el nido de búhos y vio a Catalina, a Luisa y a los demás sentados alrededor de una pequeña hoguera, que iluminaba las grises paredes. La anciana, sentada en un tronco de encina, con las manos cruzadas sobre las rodillas, miraba a la llama fijamente, con los labios contraídos y el color quebrado. Luisa, recostada sobre la pared, parecía que soñaba.

Y como la joven permaneciera muda, enloquecida por aquella situación nueva que había creado la confesión de Juan, éste añadió, interpretando mal su silencio: ¡Pero míreme por favor, vea cuánto sufro! ¿No merezco su piedad? ¡Ah, tenga piedad! ¡Piedad, solamente! Involuntariamente, ella volvió hacia él su cabeza recostada sobre un almohadón.

En el azul turquí del cielo no se divisaba más que una nubecilla blanca, cuya perezosa inmovilidad la hacía semejante a una odalisca, ceñida de velos de gasa y muellemente recostada en su otomana azul. Pronto llegaron a la colina próxima al pueblo, en que estaban la cruz y la capilla. La subida de la cuesta, aunque corta y poco empinada, había agotado las fuerzas aún no restablecidas de Stein.

Palabra del Dia

hociquea

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