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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Y había amado un poco a todas las mujeres que de él traían algún inconfundible signo, en el óvalo suave, en la sombra de una mirada serena, en la gracia de una actitud o en la ligera armonía del andar. Recordó la noche en que se explayara acerca de este tema, en una salita del Jockey Club, con Ricardo Muñoz.
¡Pero se esconde usted para salir! ¿Que yo?... Sí, usted... Ayer tarde salió usted del parque por una puertecilla... ¡Atrévase a negarlo! Ahora comprendo... Estas últimas indicaciones recordaron a Delaberge el incidente que otros hechos más graves le habían hecho olvidar; recordó la huida de aquel hombre desconocido a través de los campos y que de tal modo se parecía a Simón.
Recordó Ojeda cuanto había oído contar de las travesuras de Nélida, disculpándolas por adelantado. Tal vez habría en ellas mucho de exageración. Las gentes de a bordo, siempre desocupadas, mentían grandemente.
Recordó sus antiguas glorias, su poder, el respeto que su nombre infundia á todas las naciones, y se resistia á creer que no hubiese siquiera quien por el interes general de los árabes pasase á socorrerle.
Algo tenía la infeliz joven en su cabeza que se lo confirmaba, inundándola de luz. Recordó frases y actos, ató cabos, y... nada, que era verdad, como hay Dios. El infeliz chico estaría todo lo enfermo que se quisiera suponer; pero lo que decía, verdad era. «¿Lo dudas todavía?» volvió a preguntar él. No sé qué pensar... Maxi, Maxi, si me hubieras dado un tiro, me habrías matado menos.
Y en esa penumbra mental que separa el sueño de la vigilia, el príncipe, tendido en su cama, recordó una de las escenas de su mejor época, cuando su yate estaba anclado en el puerto de Mónaco. Fué una noche, al salir de un banquete en el Hotel de París. Como estaba algo ebrio, se apoyó en los brazos de dos mujeres hermosas que se disputaban, sonrientes y sin éxito, el dominio de su voluntad.
La mujer, que al principio los acogiera con marcada hostilidad, ante la mirada dulce y serena y las palabras sinceras de Hojeda, se fue poco a poco suavizando. Al fin, cuando éste le recordó con tono afectuoso los deberes que tenía para con sus hijos, aquellas infelices criaturas, sin otro amparo en el mundo que ella, rompió a sollozar.
Casi no se le veían más que los ojos, y como estos eran tan bonitos, muchos se le ponían al lado y le pedían permiso para acompañarla, diciéndole mil cuchufletas. Recordó entonces otros tiempos infelices, y la idea de tener que volver a ellos le produjo dolor muy vivo, despejándole la cabeza de las quimeras que se le habían metido en ella.
Recordó á muchos príncipes como él, educados en la corte, con altas situaciones sociales, que habían distribuído sus bienes para vivir entre los pobres y dedicar su existencia al triunfo de la verdad y la justicia. El haría lo mismo, resucitando á la verdadera vida, y estaba seguro de la aprobación de su madre.
Este Hamlet indiano me recordó esa canción vasca de un epicurismo algo grotesco, que dice así: Munduan ez da guizonic Nic aña malura dubenic Enamoratzia lotzatzenau Ardo eratia moscortzenau Pipa fumatzia choratzenau ¡Ay zer consolatucotenau! Llegamos este Hamlet indiano y yo a Bayona, y yo tuve la suerte de encontrar un patache de cabotaje que iba a Lúzaro: el Rafaelito. Salía al amanecer.
Palabra del Dia
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