Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !

Actualizado: 15 de mayo de 2025


Don Fermín, a las once, recordó que era día de conferencia en la Santa Obra del Catecismo de las Niñas.

Con un impulso brutal, agarró las manos de la mujer y las separó de su rostro, mirándola fijamente. Aun así, no la reconoció. Pasó mucho tiempo contemplándola, en medio de un silencio penoso. Poco a poco, en las facciones desfiguradas por la enfermedad fueron marcándose para él las antiguas líneas. En los ojos lacrimosos y sin pestañas vio algo que le recordó la mirada azul de la hija perdida.

Tardó unos instantes en darse cuenta de su situación. Luego lo recordó todo de golpe... ¡Solo!... ¡Ella no había llegado!... Ignoraba si iban transcurridos minutos ú horas. Otra cosa, además de la inquietud, le había vuelto á la vida. Adivinó en la silenciosa obscuridad algo real que se acercaba. Un pequeño ratón parecía moverse en el corredor.

Lucía, sin contestar en seguida, le sugirió con naturalidad: Y... quiérame a ... Siguió atormentando a Muñoz el ansia de volverla a ver. Todo lo demás eran ideas y sentimientos que se desvanecían sobre una gran sensación de vacío. Recordó que había empezado la temporada de ópera y que posiblemente estaría Adriana esa noche en el teatro. Se vistió apresuradamente.

Mujeres glaciales que le trataban con visible despego, mujeres de reconocida virtud que repelían con su aspecto toda audacia, se habían acercado á él con repentina decisión, solicitando un préstamo y preguntando acto seguido á qué hora podía ofrecer el príncipe una taza de en Villa-Sirena. Recordó al coronel, que consideraba el juego como el peor de los enemigos de la mujer.

Entonces conoció Fermín a su «ángel protector», como él le llamaba; al hombre que, después de Salvatierra, era el dueño de su voluntad, a Dupont el viejo que, viéndole un día, recordó vagamente ciertas muestras de respeto, ciertos pequeños favores a su casa y a su persona, en la época en que aquel infeliz iba por Jerez con aire de amo, orgulloso de su gorro colorado y de las armas que hacía resonar a cada paso, con un estrépito de ferretería vieja.

Ni nadie la consideraba de otro modo: si algún granuja de la calle le recordó que formaba parte de la mitad más bella del género humano, hízolo medio a cachetes, y ella rechazó a puñadas, cuando no a coces y mordiscos, el bárbaro requiebro. Cosas todas que no le quitaban el sueño ni el apetito.

Lubimoff recordó la impresión de extrañeza que despertaban al atravesar la plaza del Casino estos frailes descalzos cuando bajaban en grupo á Monte-Carlo. Pasó bajo una galería cubierta que formaba arco entre dos casas. Un gran descampado, una llanura, se abrió ante él. Era la plaza del Palacio.

Recordó cuando estuvo enferma, hacía ya tiempo, y le permitieron verla en su lecho diminuto, donde reposaba pálida y ojerosa, pero más bella que nunca. Recordó también la vez primera que vino á visitar á su madre, quien la recibió en la escalera y la echó los brazos al cuello cubriéndola de caricias y llamándola hija.

Recordó su cara aterrada, él que en todo conservaba su sangre fría y empezó á reflexionar. Una idea apareció clara á su imaginacion: la casa iba á volar y Paulita estaba allí, Paulita iba á morir de una muerte espantosa... Ante esta idea todo lo olvidó: celos, sufrimientos, torturas morales; el generoso joven solo se acordó de su amor.

Palabra del Dia

commiserit

Otros Mirando