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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Acudió luego á las súplicas, á los halagos, y obtuvo el mismo resultado. Una vez más tuvo ocasión de convencerse de la terquedad nativa de aquella mujer. Al fin la dejó marchar. Estaba cerrando la noche. La tienda se poblaba de sombras que luchaban con la escasa claridad que aún entraba por la puerta. Uceda metió la cabeza entre las manos y quedó meditando.

Un magnífico sol de primavera, que preludiaba los alegres esplendores del mes de abril, poblaba de encantadores reflejos las ondas del Mediterráneo que sacudian sus blancas escamas contra los peñascos y las playas de la costa, suavemente ondulosa.

A pesar de estas incineraciones bárbaras, los cadáveres de una y otra parte eran infinitos, no tenían límite. Parecía que la tierra hubiese vomitado todos los cuerpos que llevaba recibidos desde los primeros tiempos de la humanidad. El sol, impasible, poblaba de puntos de luz, de fulgores amarillentos, los campos de muerte.

Margalida, los ojos puestos en el misterio de las estrellas, cantaba romances ibicencos con voz infantil, más fresca y suave al oído de Febrer que la brisa que poblaba de leves estremecimientos la azul confusión de la noche.

Su alegría al volver al acantonamiento después de una semana de trinchera poblaba el silencio de la llanura con canciones acompañadas por el sordo choque de sus zapatos claveteados. En el atardecer de color de violeta, el coro varonil iba esparciendo las estrofas aladas de la Marsellesa ó las afirmaciones heroicas del Canto de partida.

Todos los días encontraba rostros conocidos que no había visto en mucho tiempo: estrechaba manos, devolvía saludos. «¡Usted aquí!...» El cañón disparado sobre París á fabulosas distancias poblaba los salones de juego con una muchedumbre de buen aspecto, casi tan numerosa como la de los años tranquilos.

La vida se concentraba en la ciudad, como si la guerra asolase los campos y sólo dentro de sus muros se considerase segura. El antiguo latifundo enseñoreado del suelo, poblaba la campiña de hordas cuando lo exigían las faenas.

Aquel infinito por el que en otro tiempo revoloteaban las legiones de ángeles, y que servía de camino a la Virgen en sus descensos terrenales, se poblaba de pronto de miles de millones de mundos, y cuanto más potentes eran los instrumentos inventados por el hombre, mayor se hacía su número, prolongándose las distancias en una inmensidad que causaba vértigos.

La victoria fué devolviendo lentamente á la capital su antiguo aspecto. Una calle desierta semanas antes se poblaba de transeuntes. Iban abriéndose las tiendas. Los vecinos, acostumbrados en sus casas á un silencio conventual, volvían á escuchar ruidos de instalación en el techo y debajo de sus pies.

Ahora se poblaba su extensión amarillenta con buques de todas clases: fragatas cabeceantes que hundían sus proas en la espuma a impulsos de los hinchados trapos; vapores negros que regresaban a Europa después de librar su cargamento de carbón; goletas minúsculas inclinándose sobre las olas con una inestabilidad que arrancaba gritos de miedo a las mujeres agrupadas en las bordas del Goethe.

Palabra del Dia

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